Durante mi larga carrera como novelista, siempre me llamó la atención la personalidad de los tiranos, esos sujetos ruines, viles, abyectos, infames, indignos, rastreros, innobles, depravados, detestables, repugnantes, despreciables y aborrecibles, entre otros calificativos insignificantes más, para describir el comportamiento de estos sujetos (apelo a la comprensión del lector en razón de la siguiente licencia literaria) pues no nacieron de vientre humano.
Los dictadores, al sentirse seres excepcionales destinados a dirigir a las masas, desean ser contemplados como seres iluminados, irreemplazables, a pesar de desdeñar los sentimientos, las razones y las necesidades de los gobernados, al estilo de algunos norteamericanos a quienes solo les importan tres personas: me, myself and I…
Los dictadores se exhiben como salvadores de la patria hasta mostrar posteriormente su verdadera vocación como manipuladores profesionales; padecen amenazas inexistentes en contra de su poder; invierten su tiempo en diseñar estrategias defensivas o agresivas en contra de enemigos invisibles o visibles, o de traidores reales o inventados, para lo cual toman decisiones temerarias y hasta suicidas, como cuando Hitler le declaró la guerra a Estados Unidos en 1941, en realidad a medio mundo, cuando ya tenía abiertos tres frentes contra Francia, Inglaterra y Rusia.
El tirano nunca pide perdón, ¿qué tal AMLO?, siempre culpa a terceros de sus errores, vive aislado en sus mentiras, víctima, en algunos casos, de padecimientos infantiles. Requiere de enemigos internos o externos, como los neoliberales o el imperialismo o la prensa; inventa embustes para seducir a las masas como la extinción de la “mafia del poder”; compra lealtades corruptas para “salvar al pueblo”, con la leyenda de que quien obedece, sí prospera, mientras se sabe vulnerable y sufre severos miedos y paranoias, como las padecidas por Saddam Hussein, quien no saludaba con la mano por temer al roce de una uña envenenada de sus visitantes o hacía probar a terceros su comida por el justificado pánico a morir intoxicado.
Donde hay un dictador, hay un corrupto. Basta con rastrear las grandes fortunas de los hermanos Castro o de Hugo Chávez o de Pinochet o de Kim Jong-Un, o de los integrantes de la 4T o de los priistas de la Dictadura Perfecta, entre múltiples ejemplos más. Conclusión: la democracia solo subsiste en el contexto de un Estado de Derecho. La falta de árbitros imparciales, propios, es una tiranía; tarde o temprano advendrán las revoluciones que solo sirven para concentrar aún más el poder o no sirven para nada…