La frase “un político pobre es un pobre político”, atribuida a Carlos Hank González (1927-2001), resuena en la memoria colectiva de México como el eco de una era.
Más que una simple declaración, fue un aforismo que encapsuló una filosofía de poder, que, para muchos, definió el largo periodo de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Hank, quien pasó de ser maestro normalista a figura de inmensa fortuna e influencia, encarnó esta máxima, sugiriendo que la acumulación de riqueza no sólo era un resultado natural del poder, sino quizás una herramienta necesaria para ejercerlo eficazmente. Su propia trayectoria sirvió como una manifestación de ese principio.
Esta perspectiva del servicio público, que se difundió ampliamente a partir de sus conversaciones con Fernando Benítez para el libro Relato de una vida (1999), legitimó en cierta medida el enriquecimiento de los servidores públicos. Contribuyó a una cultura política donde el binomio dinero-poder parecía indivisible y, para algunos, hasta bien visto. La crítica, sin embargo, siempre ha señalado que, en la práctica, la política sirvió a Hank para acumular dinero y no al revés, como postulaba en su aforismo autojustificatorio.
Con la llegada a la Presidencia de la llamada Cuarta Transformación, se prometió un cambio radical. La “austeridad republicana” se erigió como el nuevo estandarte, buscando desterrar las prácticas del viejo sistema y demostrar que un político puede ser modesto en sus bienes y aun así ser efectivo.
La narrativa oficial ha buscado distanciarse de la opulencia y el derroche que caracterizaron administraciones anteriores, como la de Enrique Peña Nieto. “No somos iguales”, proclaman los nuevos poderosos, aunque cada día que pasa es más difícil distinguirlos de los de ayer.
Recordemos, por ejemplo, el escándalo que envolvió a la entonces primera dama Angélica Rivera, quien fue captada vacacionando con sus hijas en una zona exclusiva de París. Las críticas no se hicieron esperar: el lujo de aquel paseo contrastaba con la realidad económica de millones de mexicanos. Varios miembros del actual partido gobernante estuvieron entre quienes describieron el episodio como una muestra de banalidad, derroche y corrupción.
Aquella vez, la Presidencia se limitó a informar que se trataba de vacaciones personales. Curiosamente, es lo mismo que hoy alegan los cuatroteístas sobre los viajes por Europa y Asia en los que han sido exhibidos varios encumbrados miembros de ese movimiento.
Mientras éstos disfrutan del receso veraniego, la sombra de Hank se proyecta sobre ellos. Si bien la retórica oficial condena la ostentación y promueve la austeridad, la sociedad mexicana, curtida por décadas de opacidad, observa con lupa. La pregunta que subyace es si la filosofía de que “un político pobre es un pobre político” ha sido realmente erradicada, o si sólo ha mutado; si la vieja crítica a los privilegios era sincera, o simplemente reflejaba la envidia de que esos privilegios no fueran para ellos.
El escrutinio público sobre los viajes y el estilo de vida de los funcionarios no es un mero chismorreo; es una demanda legítima de transparencia y rendición de cuentas. Como pretexto para no informar se esgrime la autoridad moral, pero ésta sólo puede existir si hay congruencia entre lo que se dice y lo que se hace.
La ciudadanía espera que la “austeridad republicana” no sea un simple eslogan, y que la convocatoria a vivir en la “justa medianía” no sea mera cantaleta, sino prácticas constantes que se reflejen en cada acción, especialmente en aquellas que implican el uso de recursos o la imagen pública.
En un país donde la corrupción sigue siendo una preocupación central, la percepción de que el poder conlleva automáticamente el enriquecimiento personal es un lastre histórico.
La verdadera transformación no sólo se medirá en políticas públicas, sino también en la capacidad de los políticos de demostrar, con su ejemplo, que la riqueza personal no es un requisito ni una consecuencia inevitable de servir a la nación.
