Se cumple un año del hecho que reconfiguró el narcotráfico y la relación en seguridad entre los gobiernos de México y Estados Unidos. La operación encubierta, cuyas características aún no conocemos al detalle, mediante la cual Ismael El Mayo Zambada y Joaquín Guzmán López, el narcotraficante más importante de México durante casi tres décadas y su ahijado e hijo de su exsocio, El Chapo Guzmán, terminaron detenidos en el aeropuerto de Santa Teresa, en Nuevo México.
Esa detención rompió las relaciones ya deterioradas entre Los Chapitos y los sucesores de El Mayo, está reconfigurando el crimen organizado, exhibió las relaciones de complicidad con funcionarios del gobierno sinaloense y el federal, demostró el hartazgo del gobierno estadunidense con la política de abrazos y no balazos del presidente López Obrador, y la falta de confianza de las agencias de la Unión Americana con el entonces mandatario, que no fue informado del operativo y, hasta el día de hoy, no se le ha entregado información al respecto al gobierno mexicano.
Estamos ante una de las mayores operaciones de inteligencia —en un juego de espejos y engaños simultáneos— realizada en décadas por Estados Unidos contra el narcotráfico, equiparable con la caída de Osama bin Laden, con la similitud de que ni el gobierno de Pakistán, entonces, ni el de México, ahora, tuvieron la menor idea de lo sucedido, quizá porque tanto Osama como El Mayo, según las fuerzas de seguridad estadunidenses, tenían espacios de protección oficiales en Pakistán uno y en México el otro.
Pero todo lo sucedido aquel día sigue en un cono de sombras. El Mayo, que era especialmente desconfiado y cuidadoso con su seguridad, por eso nunca había sido detenido: ¿habría aceptado ir a una reunión con alguien que no era de los suyos, con Joaquín, uno de sus ahijados, que era parte de Los Chapitos, con los que estaba enfrentado desde hace meses? ¿Llegaría sin armas, sin custodias, casi sin protección alguna? Todas las veces que la Secretaría de la Defensa tuvo localizable a El Mayo en el pasado, siempre tuvo varios anillos de seguridad protegiéndolo. Recordemos, por ejemplo, en la multicitada entrevista de El Mayo con don Julio Scherer en 2010, la cantidad de anillos de seguridad que tuvo que pasar el entonces director de Proceso para llegar al sitio de la entrevista.
¿Se entregó El Mayo, como dijo en su momento el Washington Post, que publicó que El Mayo se había “rendido”? Puede ser. Su hermano y su hijo ya eran testigos protegidos, su actual abogado, Frank Pérez, es el mismo que tienen Jesús y Vicentillo. Sin embargo, el hijo que se quedó en México como su sucesor, Ismael Zambada Sicairos, conocido como El Mayito Flaco o El Caballero, resistió con una estructura debilitada, pero logró alianzas importantes con otros grupos y mantuvo las relaciones con los proveedores asiáticos para metanfetaminas y fentanilo, enfrentando, con aparentemente éxito, a Iván Archivaldo y Jesús, los dos Chapitos que quedan en México.
Todavía ayer se seguía insistiendo en pedirle información a la Unión Americana sobre lo que sucedió aquel 25 de julio, pero es incomprensible que, un año después, no se haya tomado medida alguna, más allá de abrir una investigación por “traición a la patria” contra Joaquín Guzmán López.
¿Por qué si la versión de secuestro es considerada cierta, no se investiga si el gobernador Rubén Rocha iba a participar o no en esa reunión?, ¿quién mató a Héctor Melesio Cuén?, ¿quién hizo el montaje de su asesinato en una gasolinería, divulgado como información real por la Fiscalía del estado?, ¿quiénes participaron en organizar esa hipotética reunión?, ¿por qué El Mayo, que siempre se movía con un fuerte dispositivo de seguridad, llegó a esa reunión con sólo dos guardaespaldas que, por cierto, eran comandantes de la Policía Judicial del estado? Ninguna de ésas y muchas otras preguntas han tenido respuesta por parte de las autoridades mexicanas, quizá porque lo sucedido es tan peligroso políticamente que es preferible no divulgarlo.
El Mayo argumentaba en su segunda carta que, si no se lo regresa a México, se le aplicaría la pena de muerte. Es una posibilidad, aunque en Nueva York, donde está siendo procesado, existe esa condena (porque está acusado de delitos federales que ahora son catalogados, además, como terrorismo) no se aplica desde hace décadas. Pero, en realidad, lo que decía en la carta es que, si el gobierno mexicano no exigía su regreso, se vería obligado, para eludir la pena de muerte, a hablar tanto que “destruirá al propio gobierno mexicano”.
Eso nos lleva nuevamente a la vertiente política de todo este tema. Las agencias estadunidenses quieren desmantelar la red de políticos, funcionarios o exfuncionarios mexicanos que ellos consideran que tienen lazos con el crimen organizado y que, con la nueva declaratoria de terroristas, se convierten en sus objetivos.
Si, más allá de las exitosas operaciones antinarcóticos, no se comienza a actuar en el ámbito político, la tentación de acciones discrecionales de Estados Unidos crecerá geométricamente. Y serán El Mayo Zambada, Ovidio y Joaquín Guzmán López, entre otros, los que proporcionarán esos y otros nombres. O simplemente los confirmarán con base a lo que ya tiene la inteligencia estadunidense, porque para eso sirven los testigos protegidos, para judicializar sus investigaciones privadas. Y aquí seguimos esperando que estalle la bomba.