El Waze informaba una y otra vez: “Bache reportado más adelante”. En un trayecto de una hora, algo normal en esta metrópoli cada día más pavorosa, lo hizo 23 veces. Estaba lloviendo, avanzaba la noche y había un tráfico infernal. Como diría Jorge Ibargüengoitia, no fue una noche memorable, pero ocurrieron cosas que no he podido olvidar.

Un bache profundo y gigantesco se interpuso entonces en mi camino. Ya no sé si es la tercera o la cuarta llanta perdida en poco más de un año. Algunas veces, los vecinos salen en auxilio de los automovilistas y colocan letreros, llantas, ramas caídas de los árboles, varillas y trapos para avisar que uno está a punto de irse rumbo al abismo. No tuve esa suerte.

Cambiar una llanta bajo la lluvia me hizo recordar aquella aventura narrada por la marquesa Calderón de la Barca en una de las cartas de “La vida en México”. Madame Calderón llegó a este país en 1839: era esposa del primer embajador español enviado a México tras la consumación de la Independencia.

Una noche de junio de 1840, la marquesa, su esposo y otros invitados —entre los que iba la célebre Güera Rodríguez— salieron a la medianoche de una fiesta celebrada en una suntuosa residencia de Tlalpan. Como era tarde, se formó un convoy de siete carruajes que comenzó a avanzar rumbo a la Ciudad de México alumbrado por los pequeños faroles de los coches.

No habían avanzado más que unos kilómetros cuando una tormenta se les echó encima y, en medio de un viento tremendo, las nubes se vaciaron en forma torrencial. Los farolillos se apagaron. “Se oyó de pronto un gran estruendo seguido de gritos desgarradores”. Una institución nacional, el bache, acababa de aparecer: en la oscuridad, uno de los carruajes había caído en un verdadero foso. Una de las pasajeras se abrió la cabeza y se dislocó la muñeca. Fue aquella una noche infernal. Entre los hoyancos del camino, el fango, la falta de luz y hasta el ahogamiento de una mula (de seguro se trató de “una lluvia atípica”), solo uno de los carruajes, el de la marquesa, pudo llegar ¡al amanecer! a la capital.

Desde la Conquista, las calles de México estuvieron siempre en pésimo estado. Los cronistas las describen sembradas de hoyos que provocaban caídas y rompían las ruedas de los carruajes. Estuvieron cubiertas de tierra apisonada durante casi un siglo (pantanos y lodazales en tiempos de agua; agujeros y tolvaneras durante las secas).

En 1618 los propios vecinos de la ciudad llevaron a cabo los primeros trabajos de pavimentación y eso solo en algunas de las calles donde se hallaban las casas más elegantes. En “El desarrollo de la pavimentación en la Ciudad de México” (artículo publicado en 1922 en la revista Arquitectura) se refiere que aquel primer “pavimento”, pésimamente construido, estuvo formado por piedras y losas de formas muy variadas. Con el tiempo y las lluvias, esas piedras quedaron sueltas. El empedrado jamás se repuso.

Un siglo y medio más tarde, la ciudad, como ahora, parecía un campo de guerra, según la describen los diaristas de entonces. En 1766 el virrey Carlos Francisco de Croix dispuso que se empedraran todas las calles y que se construyeran banquetas “con un enlosado sobre mortero de cal”. La orden solo se cumplió a medias. No fue hasta 1791, durante el gobierno del virrey de Revillagigedo, que se extendió el empedrado a la mayor parte de las calles.

Luis González Obregón nos recuerda que fue la hoy llamada Monte de Piedad la primera calle que se empedró y por tanto se le conoció a partir de entonces como El Empedradillo. Revillagigedo impuso a los vecinos una contribución “de medio real por vara cuadrada de las que comprendiese el frente de cada edificio” para llevar adelante esa obra. Por primera vez, el aspecto de México cambió —aunque la periferia se mantuvo igual que siempre: en 1849 solo la mitad de la superficie urbana contaba con empedrado.

Según los urbanistas Gustavo Paniagua y Francisco Acosta, hasta 1885 no existen noticias de que se hubiera intentado sustituir los empedrados para mejorar la pavimentación: las piedras se soltaban, los vehículos rodaban dando tumbos y produciendo contra las rocas un ruido descrito como “intolerable”.

Hubo un ensayo en 1887 que el escritor Ciro B. Ceballos recuerda en su “anecdotario confidencial” sobre la ciudad: reemplazar el pavimento de piedra bola por adoquines de madera (oyamel, cedro, encino) como los que se estaban usando en París y en Berlín. Según Ceballos, dichos adoquines fueron cubiertos por chapopote: al principio los carruajes parecían volar, hasta que las lluvias hincharon los maderos y los hicieron “echarse a nadar sobre las aguas, como restos de un naufragio”.

Fue en efecto un naufragio el tráfico en la capital. En lo que hoy es Madero, 16 de Septiembre e Isabel la Católica el tránsito se paralizó durante meses. Finalmente, los “tarugos” de madera –como les llamaban, y probablemente por esa causa se le dice así a la gente que no sirve para nada— fueron retirados.

Los “experimentos”, dispendiosos e inútiles siguieron “y enriquecieron a los contratistas vampiros” que siempre revolotean “en torno de los gobiernos inmorales”.

La revista Arquitectura anota que el primer contrato para pavimentar con otra novedad, el asfalto, fue firmado a principios de 1889. Se trataba de una mezcla de cemento, cal, arena y polvo de piedra a la que se conoció como “asfalto galvanizado”. El gobierno pagó una fortuna: 8 pesos por yarda cuadrada. La garantía era de cinco años pero, escribieron Paniagua Acosta en 1922, “está en la memoria de todos los capitalinos el pésimo aspecto de los pavimentos de esa clase, casi a raíz de su construcción”. Para el año siguiente, 1890, ya habían aparecido los primeros baches sobre el asfalto de la ciudad.

Según la cronología de los urbanistas, la historia del bache comenzó en Madero, siguió en Cuba, Brasil, Santo Domingo, Avenida Juárez y Reforma. En todas esas calles se probaron diversos tipos de asfalto, con el mismo resultado. Había comenzado un gran negocio para los contratistas y para los gobernantes.

El negocio del “bache reportado más adelante”.

En la ciudad de las 25 mil calles, ahí seguimos.

Héctor de Mauleón

Héctor de Mauleón es escritor y periodista, fundador de los suplementos culturales Posdata y Confabulario, además de ex subdirector de Nexos. Con un estilo incisivo, se ha consolidado como uno de los columnistas más influyentes de México.

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