Al salir del pueblo donde nació, tan humilde que ni siquiera figuraba en los mapas, la mujer que había ayudado en su crianza le entregó un manojo de hojas que habían caído de un árbol. Ella no entendió el gesto, pero las guardó entre las páginas de una libreta que iba a conservar siempre. Cuando pasaron los años le bastaba mirar aquellas hojas para volver a ver entero el árbol que había dejado frente a las puertas de su casa.
La familia tuvo que irse: “Deudas, malas cosechas, venta obligada, viaje en tren”. De camino, ella miró por vez primera unas escaleras. Ese fue el principio del camino que en los años 40 condujo a su familia a la capital.
Cristina no olvidó nunca la sensación de sobrecogimiento que la invadió al salir de la estación de Buenavista y ver por primera vez la Avenida Insurgentes. Coches, anuncios, edificios, hombres que usaban traje y elegantes sombreros.
Fueron a vivir a una vecindad pequeña por el rumbo de Tacuba. Con la ropa desgastada y un aire desvalido que Cristina tampoco olvidó, salió su padre en busca de trabajo. Cuando al fin lo encontró, para evitar errores y pérdida de tiempo, sus padres hicieron desde la mañana anterior el recorrido entre la vecindad y la tienda en donde él iba a trabajar, en la lejana Calzada de Tlalpan.
Al día siguiente Cristina y su madre lo esperaron en la banqueta para comer con él en un prado cercano.
Eran los años de las migraciones masivas del campo a la capital. Más de la mitad de los habitantes del Distrito Federal venían “de tierra adentro”. Masas de gente pobre, muchas veces descalza, frente a la urbe que en el cine retrató Buñuel, y que empezaba a convertirse en una selva de asfalto.
“Tuve la fortuna de tener una infancia difícil”, me dijo Cristina hace años. Tuvo otras dos fortunas: Una se la entregó su padre, el día que le enseñó a leer a escribir (“su única y mayor herencia”), y la otra se la dio el destino, la tarde en la que en un Selecciones que halló tirado en la calle Cristina leyó un artículo sobre la vida de Mozart.
Una tarde que conversamos en la calle de Tacuba me dijo que aquel artículo le había enseñado algo crucial: Que había vidas que corrían de otro modo y que todas las vidas eran únicas, que aquellas multitudes que la habían conmocionado tanto cuando llegó a la capital, llevaban arrastrando un mar de historias.
La mañana de ayer, Mónica Lavín y yo presentamos en la terraza de El Estanquillo “Mar de historias”, un libro preparado por Laura Emilia Pacheco, y editado por Tusquets, que recoge alrededor de 200 de los relatos más significativos que Cristina Pacheco publicó domingo a domingo en la contraportada de La Jornada, a lo largo de tres décadas.
Más de 600 páginas por las que pasa como un torrente todo lo que ocurre bajo el cielo gris de plomo.
Desde El Estanquillo se alcanzaban a ver la cúpula de Bellas Artes, las torres rojas, suntuosas, de La Profesa, el gran reloj de piedra blanca del edificio que fue de La Mexicana. Se veía correr la ciudad desde arriba.
Cristina Pacheco nunca la miró desde esa altura. Su secreto, desde el día en que hizo su primera entrevista, e inició una carrera que transitó de la revista Sucesos a El Sol de México, de la revista Siempre! al diario La Jornada, para dejar más tarde una huella irremplazable en la televisión a través de programas que se volvieron hitos (“Aquí nos tocó vivir” y “Conversando con Cristina Pacheco”), consistió precisamente en bajar a la calle para tocar y sentir a la gente, para mirarla desde su propia altura.
“Cuando hablo con alguien, entrevisto en realidad a mi pasado”, solía decir. “Pasar hambre, no tener para pagarle al abonero, que te saquen de tu casa, que tu papá llegue borracho, que vayas a la cantina a buscarlo, tener un niño muerto en la casa… Todas esas son cosas que yo sé, porque las viví”.
Como explica Laura Emilia en las páginas con que se abre el libro, el trabajo de Cristina consistió en “hacer visible lo que nadie ve, escuchar las voces perdidas en la multitud”. Su trabajo fue contarnos las pequeñas grandes vidas que discurren en los parques, los camiones, las fábricas, las fondas, las escuelas, las oficinas, los talleres. En hacer la crónica más extensa de la vida de la gente que en el último medio siglo habitó la capital: Desde que éramos menos, hasta esta monstruosa maravilla en que no cabe un alma.