Hace 30 años, el gobierno del presidente Ernesto Zedillo y las dirigencias de los partidos se encontraban en el difícil proceso de negociar una reforma política “definitiva”, en un intento de dejar atrás una década de procesos electorales contenciosos que, en sus peores momentos, habían derivado en violencia, con heridos y muertos.
El 17 de enero de 1995 se había instalado una mesa formal de diálogo y se firmó el Acuerdo Político Nacional entre el gobierno, el PRI, el PAN, el PRD y el PT. “Ha llegado el momento de que la democracia abarque todos los ámbitos de la convivencia social”, afirmó Zedillo en un discurso pronunciado en esa ocasión.
El proceso no fue sencillo. En varias ocasiones, la oposición se levantó de la mesa, y el PRI amenazó con endurecer las condiciones de la competencia electoral, amenazando, el 19 de junio de 1995, con impulsar su propia reforma electoral –tenía entonces los números en el Congreso para hacerlo–, con la que se eliminaría la representación proporcional en la Cámara de Diputados y los senadores de primera minoría, vías por las cuales los opositores habían logrado incrementar su presencia en el Congreso.
No sería sino hasta el año siguiente, 1996, cuando cristalizaron las negociaciones y se concretó la reforma, que jugaría un papel fundamental en la democratización del país, con la ciudadanización del entonces Instituto Federal Electoral como ariete para romper la hegemonía que ejercía el PRI desde 1929.
En las tres décadas que han pasado desde entonces, México logró consolidar un sistema de competencia entre partidos, que permitió tres alternancias en la Presidencia, así como un entramado de equilibrios institucionales, mediante el surgimiento de organismos autónomos, que puso límites a la concentración del poder.
Sin embargo, ese periodo pareciera estar llegando a su fin. Primero, por las reformas impulsadas por el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador, que acabó con muchos de esos frenos, eliminando los organismos autónomos y sometiendo los cargos en el Poder Judicial al voto universal. Y, ahora, con el anuncio de la presidenta Claudia Sheinbaum de que presentará una iniciativa de reforma electoral, que incluye al Instituto Nacional Electoral y limitaría la presencia de la oposición en el Legislativo con la reducción de los espacios de representación proporcional.
El 2 de junio escribí aquí que, con la elección judicial del día anterior, el llamado Plan C de López Obrador estaba casi completo, pues sólo faltaba una reforma electoral regresiva, como la que ahora se propone impulsar Sheinbaum, muy al estilo de lo que amagó con hacer el PRI, en junio de 1995, y que enardeció a la izquierda opositora de entonces.
De concretarse el anuncio, México no sólo retrocedería 30 años, sino probablemente más de 60, si consideramos que fue en 1964 cuando el entonces régimen de partido hegemónico aceptó que la oposición pudiera incrementar su presencia en el Congreso mediante la creación de los llamados “diputados de partido”, antecedente de los pluris.
Aquella reforma, en el sexenio de Adolfo López Mateos, no fue concesión graciosa. El oficialismo de esa época estaba preocupado por el aumento del abstencionismo, hecho que minaba la legitimidad del régimen, pues las elecciones mexicanas eran motivo de chistes, como aquel de que éramos el único país (una exageración, pues había otros) donde el día anterior a los comicios ya se sabían cómo iban a quedar las votaciones (algo totalmente cierto).
El movimiento que actualmente gobierna el país debiera estar haciendo la misma reflexión, sobre todo después de ver la paupérrima participación que tuvo la elección judicial.
BUSCAPIÉS
En su búsqueda de una vía para competir con Trump, el Partido Demócrata se está corriendo a la izquierda. Eso se nota en la elección de un candidato para alcalde de Nueva York que propone crear supermercados públicos donde se regalen alimentos para que nadie se los robe. Así difícilmente volverá pronto al poder.