Fue el ataque más violento cometido por grupos criminales contra elementos del Ejército mexicano en lo que va del sexenio: ocho militares murieron por el estallamiento de una mina antipersonal en Santa María del Oro, en la frontera entre Michoacán y Jalisco en mayo pasado. Era la demostración, como aquí dijimos, de que la violencia estaba alcanzado una nueva cota, que los grupos criminales estaban ya utilizando tácticas militares avanzadas.

Días después, en un operativo del ejército mexicano en el municipio de Los Reyes, Michoacán, fueron detenidas 17 personas, de las cuales 12 eran colombianos y de ellos, nueve fueron identificados como exmilitares con amplia experiencia y tres como civiles con formación militar.

No es ninguna novedad la incorporación de sicarios colombianos y centroamericanos en los cárteles mexicanos. Sí lo es que cada vez más, éstos sean exmilitares y exguerrilleros con amplia formación militar.

Su incorporación en las fuerzas del CJNG (también los ha habido en el Cártel de Sinaloa, pero en menor escala), como vimos recientemente en Guerrero, Michoacán y Tabasco, especializados, particularmente en Michoacán, en la utilización de explosivos plásticos; y, con formación guerrillera, ha introducido nuevas amenazas para las fuerzas federales. Usan explosivos más sofisticados, armamento más pesado, minas antipersonales (que están prohibidas por la Convención de Ottawa, ratificada por 165 países de los 193 de la ONU, incluyendo México: el tratado prohíbe el uso, la producción, el almacenamiento y la transferencia de minas antipersonales).

Todo indica que existe un punto de inflexión en la lucha contra los cárteles de parte de las fuerzas federales, porque no estamos ya sólo ante un desafío a la seguridad pública, sino ante una amenaza a la seguridad nacional.

Pero esto también es posible por la cada día mayor integración entre los cárteles mexicanos y colombianos. Desde hace años, pero sobre todo desde la llegada de Gustavo Petro al poder, que abandonó la persecución de los cárteles y que coincidió con la estrategia de abrazos y no balazos de López Obrador, lo que eran alianzas se convirtieron en sociedades plenas que tienen extensiones en Venezuela y Ecuador.

El inicio de esa historia la contamos en el libro Las FARC en México, de la política al narcotráfico (Aguilar, 2009) y la hemos ampliado en varias ocasiones en este espacio. Cuando asumió Rafael Correa la presidencia de Ecuador en 2007, el Plan Colombia había desfondado a las FARC, al ELN y a los los grupos del narcotráfico. Con base en los documentos encontrados en el campamento del comandante de las FARC, Raúl Reyes, que se había asentado en Ecuador, cerca de la frontera con Colombia y que fue abatido en un ataque de grupos de élite del ejército colombiano, se comprobó ampliamente las relaciones de ese grupo armado (íntimamente relacionado con el narcotráfico) con el gobierno de Correa y con los cárteles mexicanos (y con grupos armados mexicanos, que en muchos casos tienen vasos comunicantes con los cárteles).

Allí están documentadas las reuniones de funcionarios del gobierno ecuatoriano, entre ellos el ministro coordinador de la Seguridad Interna y Externa de CorreaGustavo Larrea,  con el propio Reyes, y los compromisos adquiridos, que incluían dejar que en toda la zona fronteriza actuaran libremente, con autoridades afines, los integrantes de las FARC.

Éstas tenían desde años atrás relación con los grupos criminales en México a través de un importante comandante de las FARC, apodado El Mono Jojoy, con los Arellano Félix. Cuando fueron aniquilados los hermanos Arellano, pasaron al Cártel de Sinaloa, que ya tenía como proveedor de cocaína a distintas organizaciones criminales colombianas.

Fue a través de ese acuerdo con Correa como entró el Cártel de Sinaloa en Ecuador en 2009. La idea original era tener en Ecuador, ante la presión que se vivía en Colombia, una base desde dónde enviar cocaína a México. El Cártel de Sinaloa comenzó a establecer relaciones con bandas locales y funcionarios ecuatorianos, al mismo tiempo que se apropiaban de espacios cada vez mayores.

El gobierno de Correa terminó en 2017, con la elección de uno de sus operadores, Lenin Moreno, quien rompió con Correa, pero mantuvo la misma política de extrema laxitud con el crimen organizado.

Fue cuando entró en escena en el Cártel Jalisco Nueva Generación, que ya tenía presencia en Colombia desde los tiempos en que eran operadores de Ignacio Nacho Coronel. EL CJNG fortaleció su relación con el ELN y a través de éste con las organizaciones venezolanas, que en muchos casos están controladas por el propio gobierno de Nicolás Maduro (el llamado Cártel de los Soles y el Tren de Aragua).

Petro, cuya campaña está siendo investigada por haber sido financiada por el narcotráfico de su país, de Ecuador y Venezuela, durante su dos primeros años de gobierno, dejó de combatir a los cárteles e incluso de erradicar plantíos de coca. Eso permitió una consolidación tanto de los grupos criminales, incluyendo el Cártel de Sinaloa y el CJNG y sus socios regionales, como tener un aumento explosivo de la producción de cocaína, con una extensión de redes desde esos tres países hacia los distintos continentes. Hoy sabemos que también esas redes comparten y exportan sicarios, exmilitares y exguerrilleros.

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez es periodista y analista, conductor de Todo Personal en ADN40. Escribe la columna Razones en Excélsior y participa en Confidencial de Heraldo Radio, ofreciendo un enfoque profundo sobre política y seguridad.

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