El obradorismo ensayó el domingo una estrategia que significa un retroceso de cuatro décadas. El peor saldo de la jornada para elegir impartidores de justicia no es la Corte Morena, sino normalizar la inequidad y la injerencia gubernamental en las elecciones.
Los partidos –y obviamente el gobierno– tenían prohibido participar en la elección de jueces, magistrados y ministros. Conforme surgen de los cómputos los nombres de los nuevos juzgadores, se materializa lo pernicioso: ganaron los acordeoneados por el oficialismo.
Ibargüengoitia estaría contrariado por su vigencia, varias generaciones después. Ya tenemos de nuevo elecciones donde la emoción por el resultado es una farsa, la jornada una simulación, y la sociedad, en términos generales, que es lo que cuenta, una masa adormecida.
Cuando algo deja de existir en nuestras narices merece al menos un responso. Hay que tratar de empatar las exequias, porque se han cargado del lado del Poder Judicial, que por cierto tenía más o menos el mismo tiempo de vida –3 décadas– que el caído sistema electoral.
Como esa promesa era mera formulación, ideamos un carísimo sistema de reglas y auditorías para vigilar a los políticos en el gobierno y a los de la oposición. Con las alternancias en gubernaturas y Presidencia ese sistema se probó más pertinente y eficaz.
Los gobiernos, de distinto color y de cualquier nivel, no cedieron a la tentación de la injerencia. Pero árbitros más o menos independientes y comprometidos, el robusto marco normativo y la fuerza equilibrada entre las otras opciones partidistas hicieron más caro el abuso oficial.
Es cierto, para concluir los antecedentes, que en muchas ocasiones la penalización a los mandatarios por la abierta injerencia dejó mucho qué desear. Desde Vicente Fox hasta Andrés Manuel López Obrador traicionaron la democracia.
El nivel de lo del domingo es muy distinto. La afluencia a las urnas de millones de votantes con instrucciones ajenas en mano borra la intención de guardar las apariencias; ello, aunado a la debilidad de la oposición y la ingravidez del árbitro, rompe el molde electoral.
Y lejos de sonrojarse o siquiera fingir disimulo, el obradorismo reivindica la coincidencia perfecta entre acordeón y resultado.
La propia argumentación del lunes de la presidenta va acorde a aquello de “a confesión de parte, relevo de prueba”: en la mañanera Claudia Sheinbaum ensalzó la participación en la jornada dominical destacando que son más votos que los de los partidos de la oposición en las elecciones de 2024.
Sin decirlo abiertamente, la mandataria ponía el contenido de las urnas como propio; votos partidarios, no ciudadanos; sufragios oficialistas, no independientes, y menos plurales.
Cinco días después hay lamentos por el Poder Judicial guillotinado el 1 de junio, pero pocas lágrimas por lo que se avecina: un gobierno que se cree autorizado, al salir sin raspón y menos sanción, para que funcionarios de todo nivel promocionen las boletas morenistas.
Porque quizá fue un error no permitir que en la elección judicial se pudiera, desde los partidos, hacer proselitismo. De haber sido así, al menos contamos con experiencia vigilándolos, y al menos nadie mentiría al decir que fue ajeno. Empezando por Sheinbaum.
Las elecciones con un gobierno de un movimiento que regatea a la oposición calidad democrática, serán el nuevo argumento para legitimar cualquier cosa, incluso, en algo muy enredado, las elecciones de Estado mismas.