A reserva de que se confirme con cifras, la participación ciudadana en las elecciones judiciales del domingo resultó más que deslucida.
Éste no fue un ejercicio que convocara a multitudes convencidas de renovar a los juzgadores mediante el voto popular.
Los acordeones, como el que tuvo que usar el gobernador de Puebla para emitir su voto, dejaron ver que lo que predominó en este proceso fue la consigna, no la decisión libre de los votantes. Pero haiga sido como haiga sido, el oficialismo se saldrá con la suya, pues la camada de jueces, magistrados y ministros que parió esta elección serán los funcionarios dóciles que se buscaban.
Con ello, la división de Poderes se habrá derruido y la autodenominada Cuarta Transformación habrá redondeado su propósito de hacerse del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.
Sólo falta un paso para que ese dominio sea total: la prometida reforma electoral. Ésta amenaza con echar atrás medio siglo las manecillas del sistema político, a los tiempos en que el partido del gobierno poseía el aparato que organizaba y arbitraba las elecciones.
Esa reforma está cantada y no hay por qué pensar que no se busca sacarla adelante. Prevé la desaparición del Instituto Nacional Electoral para convertirlo en el INEC. La nueva sigla incluirá las consultas populares, mecanismo del que gustan los regímenes populistas autoritarios para justificar sus decisiones.
Asimismo, la modificación incluye la desaparición de las diputaciones plurinominales y las senadurías de lista, con lo que el régimen apuesta por blindar su mayoría en el Congreso de la Unión. Sólo una contundente expresión de la opinión pública podría detener ese paso que sigue. Pero tendrá que ser más sonora que el vacío que hizo la gran mayoría de los ciudadanos a la elección judicial, pues la abstención –como digo arriba– no evitó que fuera destruida la autonomía del Poder Judicial.
De la oposición política ni hablemos. Está extraviada. Fue incapaz de poner resistencia a la descarada construcción de una mayoría calificada espuria, sobre la que el oficialismo montó la reforma judicial y la parodia de elección que se escenificó ayer.
Si los legisladores del PAN, PRI y Movimiento Ciudadano tuvieran algo de vergüenza, dejarían vacíos sus escaños y curules, y dejarían de cobrar sus dietas, pues su presencia en el Congreso de la Unión ya no es siquiera simbólica ni testimonial sino, simple y sencillamente, un acto de colaboracionismo.
México está viviendo una demolición de su democracia. Y lo peor es que esto está ocurriendo a la vista de la comunidad internacional y, además, sin que se requieran muchos votos, pues una minoría –exigua para la transformación que se presume–, conformada centralmente por las personas que Morena acarreó a las urnas, ha impuesto al resto del país a un grupo de juzgadores del que dependerá la justicia de todos. En casos extremos, incluso la libertad de muchos.
Hace 50 años, cuando los Jemeres Rojos se hicieron del poder en Camboya, la primera medida que tomaron los seguidores de Pol Pot fue destruir la judicatura. Miles de impartidores de justicia huyeron al exilio o fueron encarcelados y asesinados en campos de exterminio para que pudieran ser reemplazados por tribunales revolucionarios. Cuando ese régimen colapsó, el país tardó décadas en reconstruir su sistema judicial, pues siempre es más fácil acabar con algo que echarlo a andar y mantenerlo funcionando.
México ya ha comenzado a vivir su nueva era sin división de Poderes. No hay quién acate las decisiones de los juzgadores que aún siguen en sus puestos. El Ejecutivo y el Legislativo desacataron decenas de suspensiones contra la reforma judicial y nada pasó. La ciudadanía no dio la mayoría calificada a Morena y sus aliados, pero éstos la tomaron por la mala, comprando los votos que les hacían falta.
A partir de septiembre entrarán en funciones los nuevos ministros, jueces y magistrados escogidos por consigna, quienes avalarán cualquier cosa que les dicten desde Palacio Nacional. Sólo una ciudadanía crítica y activa podrá evitar que se coloque la pieza que falta al plan C: la reforma electoral que permita a Morena perpetuarse en el poder.