La llegada de Morena al poder no se entiende sin la capacidad que tuvo de articular apoyos de colectivos, comunidades y liderazgos locales. Desde el territorio, asumió la agenda de pobres y olvidados, de víctimas de injusticias, incluidas las de acoso gubernamental.

A 10 años de la irrupción morenista en las urnas, el panorama de los derechos humanos no luce a la altura de las promesas: hay alarmantes casos de violencia en contra de activistas y líderes comunitarios, y aires que despiden tufo a regresión.

Mientras el Congreso obradorista apura leyes que empoderan a la izquierda, dizque heredera de la que fue perseguida por policías políticas, sucesos exhiben que Morena no ha sabido proteger a defensores de agendas que, decían los guinda, eran su leitmotiv.

El lunes, la organización EQUIS Justicia para las Mujeres denunció que sus instalaciones habían sido allanadas. La ONG subrayó que los delincuentes despreciaron algunos objetos de valor y sólo sustrajeron equipos “con información sensible y estratégica”.

Aclararon que no descartan un hecho de delincuencia común, pero al demandar justicia a las autoridades capitalinas subrayaron que el incidente “pone en riesgo la integridad de quienes formamos parte de EQUIS, así como de las colectivas y OSC con las que trabajamos”.

Días después, la Red todos los Derechos para Todas y Todos denunció que la oficina de Ciarena A.C., en Oaxaca, fue allanada. Red TDT demandó protección para Silvia Pérez Yescas, quien ya había sufrido meses atrás un allanamiento domiciliario, y para su equipo.

Ya en el poder, Morena ha tenido relaciones conflictivas con liderazgos comunitarios. Uno de los más visibles por la inconformidad ante la falta de justicia en el asesinato de Samir Flores, en febrero de 2019, quien encabezaba la lucha en contra de una planta de la CFE en Morelos.

Encima, la llegada de Morena a gobiernos de entidades como Oaxaca no ha significado condiciones distintas para los liderazgos comunitarios, como lo consignó en febrero La Jornada, al señalar que es “el estado más peligroso para organizaciones sociales y activistas”.

Tres semanas después, el mismo diario reportó, como una confirmación del deterioro oaxaqueño, “el homicidio del activista Cristino Castro Perea, de 63 años, perpetrado en el municipio de Santiago Astata”, quien contaba con “protección” de la Segob.

Porque salvo cierta apertura de Gobernación hacia las madres buscadoras, la sociedad civil vive con Claudia Sheinbaum la misma hostilidad que con AMLO. Y hay quien teme que la discrecionalidad de la nueva ley antilavado se use para fiscalizar aún más a las ONG.

Sólo por si hiciera falta enfatizar la indolencia oficialista, cabe mencionar las declaraciones de Rosario Piedra Ibarra de la semana pasada, cuando dijo que colectivos de buscadoras (que en público han pedido su renuncia a la CNDH) “están contentos” con ella.

Sheinbaum ha permitido un ambiente político donde los gobernadores de Puebla y Campeche se sienten autorizados para promover iniciativas o denuncias judiciales en contra de periodistas. Igualmente, uno donde ciudadanos son obligados por políticos a “disculparse”.

Los tiempos recios de la censura oficial tocan a la puerta de la mano de la primera presidenta mujer de México. ¿Volverán también la impunidad en allanamientos, atentados y singulares “robos” a activistas y opositores, como antaño? Es pregunta.

La presidenta no parece dimensionar que su tolerancia al acoso a las libertades por parte de morenistas pudrirá la convivencia. Se generará así un ambiente en donde intereses criminales se sentirán cómodos para pasar a los hechos.

Esa permisividad antiderechos significaría no sólo una renuncia a su deber como gobernante, sino traicionar ciertas causas que explicaban su arribo al poder.

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