Un voto puede decidir todo. En política siempre se ha dicho que si eres el último voto, véndete caro, porque lo vales. Y vaya que Carla Humphrey supo hacer valer el suyo.
La consejera del INE y señora del siempre resbaloso Santiago Nieto no defendió la democracia, sino que selló con su voto la farsa judicial que haría sonrojar al viejo PRI. Una elección manchada, exhibida, documentada… pero finalmente validada. Porque sí, su voto fue la pieza que Morena necesitaba para consumar el desmantelamiento institucional que se ha construido, curiosamente, voto por voto, traición por traición.
No es la primera vez que un solo voto lo cambia todo.
Lo vimos con Miguel Yunes Márquez en el Senado, cuando entregó la mayoría calificada.
Lo vimos con el infame ministro Pérez Dayán, que enterró con su voto la posibilidad de declarar inconstitucional la reforma judicial.
Y ahora, el turno fue de Humphrey.
Tres momentos clave, tres instituciones diferentes, un mismo patrón: siempre hay alguien que llega a tiempo para inclinar la balanza. Por convicción o por encargo, eso ya es lo de menos.
Y mientras Carla hacía su parte en el INE, Santiago Nieto, su esposo, mueve las fichas desde las sombras.
No por accidente. No por ideología. Por cálculo puro.
Su objetivo es claro: hacerse de Querétaro, descarrilar al PAN y, de paso, destruir al ex de su esposa, Roberto Gil Zuarth. Nada personal.
¿Y de dónde saldrá el dinero? Tranquilos. Nieto sabe mover recursos “creativamente”.
Lo hacía en la UIF, lo sigue haciendo desde el IMPI.
Detrás de esa oficina gris que administra patentes, opera un político paciente, silencioso y letal. Uno que entiende que en la 4T no gana el más brillante, sino el más útil para el macuspano. Y Nieto, al parecer, sabe cuándo callar, cuándo atacar y cuándo lamer las heridas.
Así que si ves a un morenista callado detrás de un escritorio técnico, cuidado. Puede estar preparándose para chingarte.
Pero volvamos al circo electoral.
El Consejo General del INE se enfrascó durante tres horas en un debate que, en cualquier país serio, habría durado cinco minutos: anular una elección plagada de porquería. Casillas con más votos que votantes. Boletas marcadas sin pasar por urna. Paquetes electorales desaparecidos. Listas nominales que se esfumaron. Caligrafía idéntica en boletas clonadas. “Operación acordeón” en más del 60% de las casillas, según Martín Faz Mora.
Si eso no es fraude estructurado, ¿entonces qué es?
Consejeros como Jaime Rivera y Dania Ravel parecían narrar un déjà vu electoral. Claudia Zavala fue aún más directa: corrupción organizada, probablemente financiada con dinero sucio. En resumen: una elección podrida.
Y ahí es cuando Carla Humphrey se aventó su mejor acto. Reconoció todo. Cada irregularidad. Cada trampa. Cada señal de podredumbre. Lo narró como si leyera un informe de auditoría… para luego declarar que todo estaba bien. Maroma política de alto riesgo, ejecutada con total naturalidad. Qué nivel.
¿Y qué dijo Guadalupe Taddei, la presidenta del INE? Que 818 casillas irregulares no manchan nada. Que el proceso fue, agárrense, “excelente”. Así, con toda la boca.
Es la lógica del simulador profesional: si el edificio está incendiado, apaga el pasillo y presume que todo está bajo control.
Cinco consejeros votaron por invalidar. Seis, incluida Humphrey, decidieron avalar. Y así, se selló una elección viciada desde la raíz.
Tres votos, tres entregas, tres puñaladas a la república.