El Banco Mundial, en su informe global sobre el crimen organizado, sostiene que somos el tercer país con mayor presencia e influencia del crimen organizado en las estructuras políticas, económicas y sociales, sólo nos superan Myanmar y Colombia, cuyo crimen organizado, por cierto, tiene amplios vasos comunicantes con el de México.

Es una demostración más del grado de empoderamiento que alcanzó el crimen organizado en nuestro país el sexenio pasado, gracias a la política de abrazos, no balazos, muy similar, por cierto, a la que siguió el país que tiene la medalla de plata, la Colombia de Gustavo Petro, al que ya le quitaron la visa para viajar a Estados Unidos. Es una demostración también del enorme desafío que tienen las autoridades de seguridad para transformar una realidad que todos los días se torna esquiva, difícil de aprehender, que exhibe el poderío de los grupos criminales.

México es el país con mayor participación del crimen organizado en mercados ilícitos (13 de los 15 analizados). El informe del BM destaca, como sabemos, que el crimen organizado ha trascendido el narcotráfico y abarca la trata de personas, el lavado de activos, el tráfico de armas, la extorsión, la minería ilegal, los delitos cibernéticos y la piratería. Los principales cárteles (el informe destaca al CJNG, el de Sinaloa, el del Noreste y la Familia Michoacana) operan como poderes paralelos, afectando la gobernabilidad y la seguridad.

Todo esto, dice el informe del BM, tiene un impacto económico y social porque la inseguridad y la criminalidad ahuyentan inversiones, distorsionan la economía, incrementan los costos de transacción y limitan el crecimiento económico. Para 2025, el Banco Mundial proyecta que América Latina y el Caribe crecerán apenas un 2.1% (México tendrá, dicen el FMI y el BM, un decrecimiento de 0.3%), la tasa más baja del mundo, en parte debido a la criminalidad.

Pero también el crimen organizado debilita la gobernanza, exacerba la desigualdad, erosiona el capital humano y deteriora los recursos naturales por la deforestación y la contaminación. El “cobro de piso” y la extorsión se han profesionalizado, afectando especialmente a cadenas agroindustriales y pequeños negocios.

El informe destaca las características especiales que tiene el crimen organizado en México: el control territorial, la gobernanza criminal, la extorsión y la “captura del Estado”. Destaca además que, como México es un corredor migratorio, los migrantes son explotados sexualmente o sometidos a trabajos forzados.

Eso detona la violencia. América Latina, con sólo el 9% de la población mundial, registra un tercio de los homicidios globales; la tasa de homicidios en la región es ocho veces superior al promedio mundial.

Finalmente, destaca que las instituciones débiles, la corrupción y la impunidad agravan el problema, al tiempo que el control de las cárceles por parte de los grupos criminales y la infiltración en instituciones públicas dificultan la respuesta estatal.

Termina pidiendo que la lucha contra el crimen organizado se asuma como una prioridad de desarrollo, no sólo de seguridad, y movilizar recursos y conocimientos colectivos a nivel nacional e internacional. “Combatir la delincuencia organizada —concluye el informe— no es sólo una cuestión de aplicación de la ley, es una prioridad de desarrollo. Debilita la gobernanza, distorsiona la inversión y exacerba la desigualdad”.

No es una novedad, pero sí una reafirmación de la necesidad de priorizar la lucha contra un fenómeno que hace mucho que dejó de ser de seguridad para convertirse en un desafío de gobernabilidad y desarrollo. Hay que destacar el tema de los recursos destinados a la seguridad, sobre todo si es vista desde una perspectiva integral. Invertimos en seguridad un tercio de lo que invierten países con niveles de desarrollo similares, como Colombia. Incluso los países mejor calificados en la región en el ámbito de la seguridad por el informe (Chile, Argentina, Uruguay) invierten, como porcentaje del PIB, más que nosotros.

La estrategia que ha asumido la administración Sheinbaum en el ámbito de la seguridad es correcta, el problema es que los desafíos parecen infinitos y los recursos finitos. Las propias características, en muchos sentidos únicos, de la configuración que se ha dado del crimen organzado en nuestro país hacen esa lucha mucho más difícil: a la diversificación de sus actividades se suma la una notable capacidad de operar transnacionalmente, estableciendo alianzas en Colombia, Centroamérica, Europa y Asia para el tráfico de drogas sintéticas y cocaína.

Al mismo tiempo, ha logrado establecer control territorial en amplias zonas, “llegando a ejercer funciones propias del Estado, como proveer servicios, impartir justicia y regular la vida social y económica”. En algunas regiones, los cárteles actúan como un “poder paralelo” que compite o colabora con las autoridades estatales.

Por todo esto es tan absurdo y vano que las autoridades, la FGR en este caso, gasten tiempo, recursos, narrativa y capital político tratando de explicar que, por ejemplo, Teuchitlán no fue un centro de cremación, sino “sólo” de reclutamiento, entrenamiento y operación, donde se ejecutaba a quienes no servían o desobedecían. Hay que mirar más allá del fantasma de Ayotzinapa o los números de la mañanera, el desafío es enorme.

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez es periodista y analista, conductor de Todo Personal en ADN40. Escribe la columna Razones en Excélsior y participa en Confidencial de Heraldo Radio, ofreciendo un enfoque profundo sobre política y seguridad.

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