Una jueza federal, Blanca Lobo, le ordenó a la jefa de Gobierno, Clara Brugada, que le devuelva al cardenal Norberto Rivera más de un millón 300 mil pesos por lo que consideró un “pago excesivo” de derechos que realizó en la compra de dos departamentos en la Torre Mitikah, un lujoso complejo del sur de la CDMX.

Rivera compró cada departamento en 10 millones de pesos en febrero de 2024. ¿De dónde ha forjado Rivera, de 82 años, esa fortuna cuando la mayoría de mexicanos de su edad apenas viven de la pensión del Bienestar? ¿Cómo puede explicarse que un cardenal retirado pueda desembolsar esas cantidades?

La trayectoria de Rivera ha sido cuestionada por expertos e incluso dentro de la Iglesia por su papel omiso en graves casos de pederastia y otros abusos en la Iglesia.

En diciembre pasado, en el programa del canal oficial 14, titulado Largo Aliento, el académico de la UNAM Rubén Ruiz Guerra aseguró a Sabina Berman que Rivera “vendió a la Virgen de Guadalupe en 12.5 millones de dólares en una concesión”, a japoneses, asunto hasta ahora no esclarecido.

En la primera exhortación apostólica de su papado que tituló Evangelii gaudium (La Alegría del Evangelio), Francisco escribió en noviembre de 2013: “La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así ‘olor a oveja’ y éstas escuchan su voz”.

Francisco, como se sabe, renunció a determinados lujos incluida su residencia y pidió persistentemente que los hombres de la Iglesia fueran realmente pastores en una referencia de que si los sacerdotes están apegados a la vida de sus fieles, al pueblo, tendrán ese olor, ese aroma, de las personas que los siguen. Un alegato por la cercanía.

Ante las palabras de Francisco, hay quien puede decir que algunos prelados mexicanos las interpretaron con literalidad y lograron que su aroma fuera de lo mejor que tienen las ovejas: la lana.

Los cardenales mexicanos en el cónclave que definirá al nuevo Papa, Carlos Aguiar y Francisco Robles, parecen ir en la divisa de la conciliación. Ambos buscan el bajo perfil y parecen estar más ocupados en resolver los entuertos de la Iglesia mexicana que trabajar por sus negocios. En Roma, conforme sus declaraciones públicas, no van a contracorriente.

¿Qué tanto cambió Francisco a la Iglesia mexicana? No pareciera que mucho. O en todo caso, se convirtió en un Papa popular que provocó el contraste con muchos de los prelados mexicanos distantes de su prédica. Ciertamente nombró a Aguiar como cardenal con una encomienda principal de reordenar y corregir, pero no pareciera haber alcanzado los trazos de intervención o reorientación que logró Juan Pablo II en nuestro país.

Además, las relaciones con El Vaticano habían sido prácticamente congeladas en el sexenio de AMLO. Ahora, con la llegada de Claudia Sheinbaum hay una apertura, un restablecimiento de contactos y una disposición al diálogo.

En la inminencia de un nuevo Papa, la Iglesia católica mexicana se encuentra frente a un reto de redefinición. Desde luego que los cardenales mexicanos son papables como cualquiera del más de un centenar que participan en el cónclave. Pero más allá de si en una circunstancia de descartes alguno de ellos es ungido, el tema central tiene que ver con la identidad y su labor en un país con graves conflictos de narcoviolencia, territorios bajo control de criminales y una redefinición de las relaciones políticas tanto a nivel nacional como en las comunidades.

La opción preferencial por los moches que caracterizó a muchos obispos mexicanos puede cambiar. No es fácil el reto para la Iglesia católica. Pero le haría bien no solo denunciar las corrupciones de los gobiernos sino exhibir y limpiar las suyas y sintonizar con las preocupaciones de sus comunidades. Buscar con ello a un Papa mexicano, es decir, uno que, sea de donde sea, entienda y sintonice con nuestras urgencias.

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