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30 de noviembre de 1539. Día de San Andrés Apóstol. Don Carlos Ometochtzin, cacique de Texcoco, y nieto del rey Nezahualcóyotl, fue sacado de la cárcel del Santo Oficio en medio de un gentío impresionante. El día anterior, un pregonero había citado a la ciudad entera en la Plaza Mayor, nuestro actual Zócalo, “con anatemas de excomunión mayor a los que no asistiesen”.

Don Carlos salió de la Inquisición vestido con un sambenito, con una coroza en la cabeza y una candela encendida en las manos. El Inquisidor Apostólico fray Juan de Zumárraga lo había sentenciado a la hoguera. Lo acusaban de adorar a los viejos dioses y de seguir haciendo sacrificios “porque había tenido revelación del demonio que había de haber mucha pestilencia en la tierra”.

Eran los días en que, después de ser bautizados, los vencidos volvían a practicar en secreto los antiguos cultos. En cuevas, cerros, bosques, las ruinas de los templos e incluso en chozas o jacales, ofrecían flores, copal e incienso, e incluso dedicaban sacrificios a los dioses derribados.

Zumárraga los perseguía “con celo abrasador”. Había logrado averiguar que uno de los hijos de Moctezuma había escondido algunos de los ídolos del Templo Mayor “en una cueva que se dice Tencuyoc”, que en un lugar llamado Xaltoca estaba la figura de Cihuacóatl y que durante el traslado se había sacrificado a un muchacho ante el ídolo de Xantico.

Don Carlos, el nieto de Nezahualcóyotl e hijo de Nezahualpilli (el sabio soberano de Texcoco que unos años antes de la llegada de los españoles anunció a Moctezuma que estaba próximo el fin y que él iba a verlo con sus propios ojos), se hallaba acusado de rendir culto a Tláloc, y estaba acusado también de algo peor: de burlarse y predicar en contra de los frailes, de andar soliviantando a la gente de los pueblos: “¿Quiénes son estos que nos deshacen y perturban y viven sobre nosotros y los tenemos a cuestas y nos sojuzgan?”.

No se había visto en la ciudad nada semejante. Con una magnificencia y una suntuosidad apabullantes, en medio de una multitud atemorizada, don Carlos caminó al cadalso precedido por una cruz. Lo esperaban el virrey, los oidores de la Real Audiencia “e mucha gente” importante. Se leyeron frente al público “los errores, herejías y palabras heréticas” que, según la acusación, don Carlos había pronunciado. El acusado fue obligado a abjurar de sus delitos: a través de un intérprete o naguatato, admitió sus faltas y dijo que merecía morir “según sus maldades y culpas y errores”. Luego conminó a los naturales a “que se quitasen de idolatrías, y se convirtiesen a Dios Nuestro Señor y nos los tuviese el dominio ciegos”.

Duró más de siete horas aquel horror. Finalmente, se encendió la hoguera y ahí, en la Plaza Mayor, en el corazón de la ciudad, frente a la multitud expectante, don Carlos fue quemado vivo “y en vivas llamas”. “Sucedió lo que hubo de suceder”: muchos indios quemaron los códices que habían sobrevivido a la destrucción, así como los ídolos y esculturas que guardaban. Fray Antonio de Aguilar recorría los pueblos en busca de ídolos, y diciendo a la gente “que se acordasen de don Carlos y otros que su Señoría había castigado”.

Sorprende la abjuración que don Carlos fue obligado a hacer. ¿Ocurrió en realidad o solo fue que los inquisidores la asentaron en el proceso para ejemplo de los días por venir? En todo caso, desde los primeros días de la Inquisición en la Nueva España quedó establecida la pena de abjuración: la confesión pública que el acusado era obligado a hacer de los errores que había cometido. Era la oportunidad que la Iglesia daba a las personas de arrepentirse, para evitar penas más severas. Invariablemente, los acusados eran obligados a detestar el error en que habían incurrido.

Vestidos con sambenitos que algunas veces debían llevar de por vida, los acusados recibían las sentencias: destierros, azotes, reclusión en monasterios, acudir a misa descalzos y con una vela en las manos, confiscación de bienes, condenas a pasar años enteros sirviendo en galeras.

Por medio de la abjuración, los inquisidores medían la sinceridad del acusado, la hondura de su arrepentimiento. La voluminosa “Historia de la Inquisición en México”, de José Toribio Medina, está repleta de casos de personas que año tras año y a lo largo de los siglos fueron sometidas a la humillación pública con tal de quitarse de encima un castigo mayor.

En 1581, el obispo Alonso Granero de Ávalos mandó al Santo Oficio a prender a un escribano que le había dedicado “ciertas coplas que los vecinos hallaron muy graciosas” y que a él lo habían ofendido. Aunque el escribano se arrepintió, Ávalos lo sacó con coroza y vela y lo paseó desnudo por las calles y le obligó a leer públicamente la sentencia en la que lo condenaba a recibir 600 azotes y seis años de galeras.

Condenó también a otro escribano a 300 azotes y humillación pública “por un libelo que decían haber hecho en que trataba algunas cosas de su persona”.

Casi medio milenio más tarde, una reencarnación del poderoso y extremadamente susceptible obispo Ávalos, el lamentable presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, llevaría a la abjuración y a la humillación pública, en pleno Senado de la República, y para colmo a través del canal oficial del Congreso, al hombre que lo increpó.

Queda probado una vez más que, como decía el compañero presidente, el poder a los tontos los vuelve locos. Llegan sintiéndose Lázaro Cárdenas, y terminan siendo Pedro Moya de Contreras.

Héctor de Mauleón

Héctor de Mauleón es escritor y periodista, fundador de los suplementos culturales Posdata y Confabulario, además de ex subdirector de Nexos. Con un estilo incisivo, se ha consolidado como uno de los columnistas más influyentes de México.

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Alejandro
Alejandro
1 day ago

Muy ilustrativo Héctor, gracias por los antecedentes históricos, lamentablemente, la patrona de este gato, aprobó la humillación, misma que fue conseguida con la mentira del robo del celular de este hocicon, cobarde y mugroso gato, le haces un favor al compararlo con ese personaje, ojalá cuando le toque el entierro, le pase lo mismo al changoleon.

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