Ciudad del Vaticano. Cuando la impresión era que el cónclave, por sus características inéditas de 133 electores de 71 naciones, 21 de los cuales apenas habían sido creados por Francisco en diciembre y una mayoría no se había visto nunca entre sí, lo que por primera vez llevó a que les pusieran gafetes con nombre, foto, bandera y país de origen para que al verse supieran con quiénes estaban hablando, se prolongaría más que los dos días de los celebrados en este siglo, abril de 2005 a Joseph Ratzinger y marzo de 2013, Jorge Bergoglio, pues ayer aquí los tiempos se repitieron y en la cuarta votación, la primera de la tarde, la pequeña chimenea de la capilla Sixtina anunció al mundo que ya había un nuevo obispo de Roma; eran las 18:07 y una oleada de emociones cubrió a los miles que llenaban la plaza de San Pedro, la de Pío XII, comenzaban a atestar la vía de la Conciliación y rebasaba el puente del Ángel, que cruza el Tíber.
El momento de la fumata bianca fue confirmado por el repicar de las campanas de la Basílica de San Pedro, tañer que fue alcanzando los campanarios de todas las iglesias romanas.
Ya habían elegido, pues, al papa 267, tras el fallecimiento de Francisco el lunes 21 del mes pasado.
Y entonces a esperar al elegido.
Fue poco más de una hora después, a las 19:13, cuando se corrieron las cortinas de la ventana central de la Basílica de San Pedro acompañado de un clamor que hacía inminente el anuncio y así, en medio de una plaza conmocionada, se asomó el cardenal protodiácono, el francés Dominique Mamberti, quien exclamó por el sonido local: ¡Habemus papam! Y enseguida: Annuntio vobis gaudium magnum, ¡Habemus papam! Eminnentissimum ac reverendissimum Dominum. Dominum Roberto Franciscum Sanctae Romanae Ecclesiae Cardenalem Prevost, qui sibi nomen imposuit Leonem Decimum Quartum.
Y de nuevo la asamblea, sin identificar al ungido, se desbordó.
Luego sabríamos los que habíamos dicho que no sería estadunidense ni latinoamericano que se trataba del cardenal Robert Francis Prevost, nacido en Chicago y con obra misionera y pastoral en Perú, cuya nacionalidad asumió.
Salió al balcón con todos los ornamentos, detrás de la cruz alta, y mandó su primer mensaje; dejó ver que era el papa que más allá de la Iglesia, del mundo del hoy y del mañana que ya nos arrolla, será el papa que esta nueva era global necesita.
Leyendo un texto que habría escrito tras ser elegido, pidió construir puentes de paz y de amor, recordó la valentía de su antecesor. Como sus pares en las congregaciones previas, destacó la importancia de la unidad y llamó a ser una Iglesia misionera.
El último papa agustino fue el veneciano Eugenio IV (1421-47) y que, como el mundo, esta orden supo adecuarse a los nuevos tiempos. Lo vemos hoy, 600 años después.