La noticia que se conoció el miércoles, con la decisión de la estadunidense Corte de Comercio Internacional (U.S. Court of International Trade, o CIT) de frenar los aranceles decretados por el gobierno de Donald Trump, ha resonado con un eco de alivio en los mercados globales y entre las naciones.
Este fallo –que aún puede ser revisado, pues fue apelado por la Casa Blanca– no es sólo un revés para una política específica, sino un poderoso recordatorio de la importancia de los contrapesos en una democracia y de la autonomía judicial.
Para entender la trascendencia de esta decisión, es fundamental conocer la institución que la emitió. Aunque menos conocida que la Suprema Corte, la CIT juega un papel crucial en la política comercial estadunidense. Este tribunal, con sede en Nueva York, fue creado en 1980, en sustitución de la U.S. Customs Court, con el objetivo de dotar al país de un cuerpo judicial especializado en disputas relacionadas con el comercio internacional.
Sus nueve jueces son nombrados por el presidente de Estados Unidos y confirmados por el Senado, garantizando un alto grado de experiencia y preparación en un área tan compleja como el derecho aduanero y comercial.
El actual presidente de este tribunal, el juez Mark A. Barnett, fue nombrado por el presidente Barack Obama en 2012, luego de 18 años de experiencia en funciones de gobierno relacionadas con el comercio internacional. La trayectoria de Barnett, así como la colegialidad del tribunal, son testimonio de un sistema que busca la aplicación imparcial de la ley, más allá de los vaivenes políticos.
El fallo del 28 de mayo, que pone un freno a los aranceles que habían generado tanta incertidumbre y tensión a nivel mundial, fue recibido con agrado casi unánime en el mundo, incluyendo México. Las políticas arancelarias de la administración Trump crearon un ambiente de inestabilidad, amenazando con afectar las cadenas de suministro e incrementar costos para los consumidores y generando represalias de otros países.
La decisión de este tribunal ofrece un respiro y un mensaje claro: en un Estado democrático de derecho, las acciones del Poder Ejecutivo deben someterse al escrutinio legal y a la Constitución.
Este episodio subraya un principio fundamental de toda democracia robusta: la necesidad de contrapesos efectivos. Cuando un Poder, en este caso el Ejecutivo, ejerce facultades que impactan significativamente la vida de los ciudadanos y las relaciones exteriores del país, es vital que existan mecanismos independientes que puedan cuestionar esas decisiones basándose en el marco legal.
La Corte de Comercio Internacional, al actuar como un freno a una política que, a juicio de sus jueces, excedía los límites legales, reafirma el valor de una judicatura autónoma y competente.
Resulta particularmente interesante la recepción de este fallo en México. La decisión fue aplaudida, ya que los aranceles afectaron de manera significativa a la economía mexicana, estrechamente ligada a la estadunidense. Sin embargo, surge una contradicción notoria: mientras nuestro país se beneficia de la existencia de un Poder Judicial independiente en Estados Unidos, en su propio territorio está a punto de celebrarse una elección para renovar por el voto popular a los juzgadores federales. Este proceso, visto por muchos como una forma de someter a los juzgadores a la voluntad del Ejecutivo, podría anular la autonomía y la especialización que precisamente se celebran en el caso de la CIT.
Su reciente fallo nos ofrece una valiosa lección: la independencia de los tribunales no es un lujo, sino una necesidad imperante para la estabilidad, el desarrollo y la defensa del Estado de derecho.
Permitir que los juzgadores sean electos por el voto popular, en opinión de numerosos expertos, podría politizar la justicia, socavando la imparcialidad y la capacidad de los tribunales para actuar como verdaderos contrapesos.
El caso de la U.S. Court of International Trade es un recordatorio contundente de que, en una democracia, la justicia debe ser ciega, y no sometida a la voluntad de la mayoría en turno.