Una nube de incienso (no precisamente de iglesia) se cierne sobre el cielo político mexicano. El Vaticano político de Macuspana atraviesa su primer año con nueva pontífice al frente. El caudillo fundador aún se deja ver como santo patrono, aunque ya no viste la sotana del poder. La sucesión ocurrió, pero no cesó el control divino. Porque el verdadero dilema en Palacio no fue habemus papam, sino ¿quién manda ahora en la iglesia obradorista?
No hubo fumata blanca, sino mañanera desde el retiro espiritual de Palenque, donde el papa emérito dicta encíclicas desde la hamaca. Claudia I de Tlalpan fue ungida como sumo poder terrenal, pero bajo la estricta vigilancia del Espíritu (Santo) Andy y del propio Andrés, que, aunque en retiro, no ha soltado el báculo.
La duda, entonces, ya no es quién ganó el cónclave, sino si la elegida se atreverá a excomulgar a los viejos sacerdotes de la Transformación y ordenar su propia iglesia. ¿Le permitirán ejercer el papado o le aplicarán penitencia y la mandarán al convento de Santa Ignominia, donde otras herederas del trono sexenal purgan su soberbia?
Hoy se debate el verdadero poder: ¿la presidenta tendrá el control de Morena y del Estado, o apenas gobernará en nombre de la Trinidad? Porque una cosa es habemus presidenta y otra muy distinta es habemus poder. En esta iglesia, el dogma se dicta desde las alturas y el púlpito se comparte solo por voluntad del Altísimo.
En esta iglesia obradorista, el papa emérito no se jubilará en Castel Gandolfo. Andrés Manuel, con su manto sagrado de 30 millones de votos, aspira a seguir dictando encíclicas desde su retiro en Palenque. Lo dijo sin rubor: “yo ya no voy a opinar, pero sí tengo derecho a disentir… desde mi rancho”. Traducción libre: Claudia gobernará, pero Andy y yo rezaremos por ella. O la excomulgamos.
El cónclave, por tanto, no es para elegir a un líder, sino para confirmar al o la apóstol con los méritos suficientes para heredar el Evangelio de la Transformación. La elegida, Claudia I de Tlalpan, ya fue ungida, aunque a su alrededor pululan algunos Judas. A su lado, el infaltable secretario del Sacro Colegio: Andy, el príncipe consorte, el vocero que no habla, pero manda. Y en el ala izquierda del retablo, el cardenal Marcelo, de los votos perdidos y las glorias pasadas, medita si declararse mártir o simplemente hereje.
¿Y el camarlengo? Toda iglesia necesita a su guardián de llaves, el que administra el Vaticano en sede vacante. Aquí no hay sede vacante, pero sí hay un pastor que multiplica las conferencias como panes y peces. El camarlengo, para efectos prácticos, podría ser Alfonso Durazo: monje disciplinado, pero con acceso directo al sumo sacerdote. Nadie lo ve, pero ahí está. A veces en Sonora, a veces en la sacristía nacional. Vela encendida, oído fino.
Los rituales se repiten: procesiones con incienso mediático, genuflexiones en las benditas redes sociales, y un aparato eclesiástico que purga a los tibios y premia a los devotos. Todo muy papal, pero sin sotana blanca. Aquí se viste de guinda.
Y en el altar mayor, la Santísima Trinidad de la 4T: En el nombre de Andrés, de Claudia y del Espíritu (Santo) Andy. El dogma está claro: no se cuestiona, se venera. Quien se atreva a discutir la infalibilidad de este nuevo canon corre el riesgo de ser declarado traidor, conservador o, peor aún, fifí.
Amén.