Pasadas las diez de la noche, diez horas después, regresó la luz a Madrid. El peor apagón en la historia de Europa en paz, dicen en los noticieros que acaban de entrar al aire, pero nadie puede explicar las causas. Una hora antes, todavía con algo de luz de sol, la escasa información salía de autos estacionados que subían el volumen de sus radios, nos congregábamos como en una fogata y escuchábamos los reportes incompletos y decepcionantes.
Se cayeron las conexiones, no había internet y casi nadie conseguía sacar una llamada por la telefonía. Esta ciudad tan bonita, organizada, funcional y limpia (aunque, el colmo, apenas en la madrugada concluyó una huelga de recolectores de basura, por lo que el Madrid orgullosamente limpio era un basurero monumental), fue un desastre, literal. Shit happens.
A la medianoche, mucha gente atorada dormía como podía afuera de las estaciones de trenes. Cerraron las tiendas, no se conseguía comida ni agua, etcétera, nada que las crónicas de desastres y guerras no hayan contado tantas veces.
La diferencia es que eso no tendría que haber ocurrido aquí y ahora, pero ocurrió. ¿Cómo fue posible eso en una de las joyas de Europa? Me sorprendió que la gente no perdiera el buen ánimo, parecería que un toque de padecimiento colectivo les sentó bien.
El presidente del gobierno español y la presidenta de la Comunidad de Madrid, adversarios intransigentes, comenzaron hacia la medianoche los autoelogios individualizados en entrevistas y conferencias de prensa: se suspendieron pocos vuelos, no faltó el agua, funcionaron los hospitales, no hubo saqueos ni apuñalados, nadie murió. Un lunes en el primer mundo.