El deceso de Francisco está teniendo un impacto que nadie adelantaba hace 48 horas. Porque cuando un hombre de 88 años pasa 38 días grave en un hospital y la imagen a su salida es de una descorazonadora decrepitud, lo probable, aun si es Papa, será la muerte cercana. La conmoción, sin embargo, es grande, de noticia inesperada, como un terremoto. El gobierno italiano no se animaba ayer a proyectar una cifra, pero la prensa local aventura que entre este miércoles de capilla ardiente y el funeral del sábado podrían llegar a Roma más del millón y medio de fieles que vinieron a despedir a Juan Pablo II, literalmente, 20 abriles atrás. Menos sorprendente, aunque no menos impresionante, es la lista de líderes que confirmaron su presencia para despedir a Francisco, comienza con Trump y sigue con Europa entera: Starmer, Macron, Scholz, los reyes de España, Meloni, Zelenski. Y con el brasileño Lula, presidente del país con el mayor número de católicos en el mundo. Francisco vivió cada día de su papado con la idea de alejarse de la Roma de la ostentación. Dicen los vaticanólogos que, esencialmente, lo consiguió. Sus funerales, empero, apuntan a ser una de las más extraordinarias exhibiciones de que se tenga memoria. En fin, Dios puede estar en cualquier parte.