Murió Vargas Llosa. Y con él, uno de los últimos testigos incómodos de la gran farsa latinoamericana. El mismo que, con un par de palabras dichas en televisión abierta, cuando Televisa aún no era un circo, describió a México como lo que era: la dictadura perfecta.
Corría 1990 y el PRI aún sabía fingir civilización mientras se repartía el país como botín. Hoy, que la frase vuelve a circular en redes con dedicatoria para Morena, convendría hacer una pausa. Porque no, no es lo mismo. Es peor.
Comparar al PRI del siglo XX con el obradorato es como comparar un whisky con un Tonayán.
El primero mentía, manipulaba, sí, pero lo hacía con método, con retórica, con intelectuales orgánicos que, al menos, sabían leer.
Lo de ahora es otra cosa: un carnaval de resentimiento, ignorancia, pleitesía al crimen y un culto a la personalidad que ni en Macuspana se toman ya en serio.
El PRI de la dictadura perfecta era perverso, sí, pero no improvisado. Y eso lo hacía mucho más peligroso… y a la vez, por desgracia, más competente.
Recordar aquel programa, donde se acuñó aquella frase célebre, es asomarse a una época en que México aún aspiraba a parecerse a una república. Octavio Paz, Enrique Krauze, Vargas Llosa, Thomas, Michnik… un foro de ideas en horario estelar. Hoy, si un escritor osa levantar la voz, lo linchan en Twitter y le mandan bots desde el palacio nacional.
En ese entonces se discutía sobre libertad, democracia, autoritarismo.
Hoy discutimos si la presidente tiene o no otros datos.
Y mientras algunos evocan la dictadura perfecta con nostalgia (lo cual ya es una derrota en sí), la realidad nos cachetea con ejemplos como el reciente caos en Texcoco. Luis R. Conriquez, cantante sonorense, se negó a cantar narcocorridos.
¿Resultado?
Gente lanzando sillas, destruyendo instrumentos, comportándose como salvajes ofendidos por no recibir su dosis de apología al crimen.
Esa violencia no salió de la nada: es hija legítima de un país sin rumbo, sin educación, sin límites.
Un país donde el narco tiene más legitimidad que el Estado.
México nació mal. No hay que andarse con rodeos.
Fue concebido por criollos ambiciosos, alejados de la razón, sedientos de poder, que decidieron soltarse de la Corona para crear su propio feudo. Nunca hubo un proyecto de nación, sólo el reparto de la herencia. Desde entonces, cada intento por construir una república ha sido saboteado por la incultura, el clientelismo y el desprecio a la ley.
El resentimiento social, ese combustible de todos nuestros populismos, ha impedido cualquier pacto verdadero.
Nunca hemos sido república.
Hemos sido imperio, dictadura, presidencialismo exacerbado, caudillismo tropical, y últimamente, espectáculo de variedades. Cada intento de democracia ha sido saboteado por el mismo virus: el poder absoluto disfrazado de voluntad popular.
Lo que Vargas Llosa señaló en 1990 como una “dictadura perfecta” era, en el fondo, el reflejo de un país que jamás aprendió a separarse del amo. Cambian los nombres, los colores, los slogans, pero la lógica es la misma: un solo centro que decide, reparte, castiga y premia.
Como si el México del norte tuviera algo que ver con el del sur.
Como si todos viviéramos la misma realidad.
Y ahí está el detalle. El país es demasiado grande para tan pequeña clase política. Dos millones de kilómetros cuadrados no pueden estar sujetos al capricho de una sola persona o de una mañanera.
Mientras las provincias sangramos, el corazón, la Ciudad de México late… apenas.
Los estados subsidian al centro como si fueran colonias, y no entidades federativas. No hay república posible sin autonomías reales.
No hay justicia sin descentralización.
México necesita fragmentarse políticamente si quiere sobrevivir como nación. No es ruptura, es madurez. Que cada estado se haga cargo, que se firme un nuevo pacto federal donde la capital deje de ser el corazón y se convierta, al fin, en administradora, en la mente.
Las regiones tienen rostro, voz, identidad. El norte no es el sur, el Bajío no es Oaxaca, la Península no es Guerrero. Pero todos, por igual, sufren el mismo abandono disfrazado de unidad.
La única esperanza de un país viable es aceptar esta diversidad y gobernarla desde lo local. Más parecido a los Estados Unidos que a los virreinatos.
¿De verdad alguien cree que un burócrata en Tlalpan entiende lo que pasa en Tijuana? ¿O que una senadora chilanga sabe algo de la agricultura del noroeste? Aun así, aquí seguimos esperando a que alguien “nos salve” desde la capital, como si la solución siempre viniera en metro.
Durante un tiempo, sobre todo en las ciudades del norte y el centro industrial, se creyó en la clase media. Profesionales, técnicos, emprendedores. Una sociedad que parecía, por fin, querer dejar de depender del gobierno. Pero esa clase media se va degradando.
Cada sexenio, un poco más pobre. Cada elección, un poco más irrelevante.
Hoy el país se divide en dos: los mega ricos y los mega jodidos. Y en medio, un pequeño grupo que sobrevive de milagro entre impuestos, inseguridad y burocracia.
¿Emprender? Más fácil poner un puesto de tacos que abrir una empresa. La formalidad es una trampa, una celda de trámites, cobros, cuotas y mordidas. Quien puede, huye. Quien no, sobrevive. Los datos no mienten: apenas el 9.1% de los trabajadores gana más de tres salarios mínimos, es decir, más de 11 mil pesos. Y solo el 1% supera los 38 mil pesos mensuales. El resto está condenado a la precariedad, al eterno “ahí la llevamos” que no lleva a ningún lado.
Y, sin embargo, pese a todo, México será uno de los grandes países del siglo XXI.
No por su gobierno, sino a pesar de él.
El colapso del sistema político es cuestión de tiempo. No será un estallido, será una descomposición.
Primero aquí, luego allá, hasta que no quede nada. Y lo que quedará no será un nuevo Estado, sino una gran zona económica, unida a Norteamérica, con movilidad, comercio y sociedad civil.
Le tocará a mi generación guiar al “nuevo” país que se moverá entre fábricas, universidades, redes y empresas privadas.
Mientras tanto, el país “oficial”, el de los puestos gubernamentales y del papel seguirá dando patadas hasta extinguirse.
Culturalmente, no hay nada que temer. México es una potencia
No hay país que no escuche su música, pruebe su comida, copie sus diseños o vea sus series.
Seguiremos exportando lo mexicano mientras el gobierno importa fracasos. La cultura no necesita permisos. Se abre paso sola.
Quien quiera dar dirección a esa fuerza, tiene el futuro en sus manos.
Nuestra mezcla, la que tanto incomoda en otras latitudes, es nuestra mayor ventaja.
Aquí no hay racismo de elite como en Europa. Aquí todos están mezclados.
Un mexicano puede ser indígena, mestizo, criollo o todo al mismo tiempo, y moverse con soltura.
No hay castas, hay código postal. Y eso, aunque no lo parezca, es libertad.