En Veracruz, el gobierno estatal reportó el martes que ha desactivado más de mil cámaras que son atribuidas a criminales. En Sinaloa, también se informó en días pasados, suman dos mil las cámaras desconectadas en semanas.

Cada una de esas cámaras forma parte de un sistema para captar información, procesarla y ejecutar acciones.

México ya es una nación sin asombros. Está bien que fuera Semana Santa, pero ¿de verdad en cualquier otro país ocurriría lo que en éste, donde no sorprende que criminales tengan su C4?

Esas cámaras son más que meros monitores criminales. Son una poderosa demostración del dominio territorial que va de las banquetas a las autopistas de paga, y un ejemplo de la sofisticación de algunas bandas de esta guerra sin nombre.

He escrito guerra a sabiendas de que es un término que al actual régimen se le indigesta, y no sin conciencia del dolor que abrasa a miles de familias desde hace casi 20 años por esta explosión criminal que sofoca regiones enteras.

En estos días se repite que la estrategia anticrimen cambió. Que se dio carpetazo a lo de los abrazos… que hay una reformulación más confrontativa, una que se parece mucho a cuando se descabezaban cárteles y presumían golpes a tal o cual organización…

La presidenta Claudia Sheinbaum ha declarado que, sin dejar de atacar con programas sociales las “causas” de la inseguridad, para combatir a “los generadores de violencia”, confía en más coordinación y más inteligencia.

Como ya han pasado seis meses de la presente administración, y dado que en el reporte quincenal de hechos delictivos se ha instalado una especie de triunfalismo, conviene escapar a las estadísticas oficiales a la baja y ver lo que ocurre más allá.

Los criminales en México usan, además de cámaras como las desactivadas en Sinaloa y Veracruz, drones para atacar con aparatos explosivos a grupos antagónicos y a las fuerzas del orden que los combaten.

Poseen, además, la capacidad logística para reclutar a jóvenes a fin de convertirlos en parte de sus ejércitos y/o de su operación de vigilancia e incluso de administración de sus negocios: desde narcomenudeo en esquinas y bares hasta fraudes con call centers.

La leva del rancho Izaguirre a través de anuncios en internet cancela cualquier tentación a conceptualizar estos grupos como pandillas que operan furtivamente y se ocultan en escarpadas serranías. Son ejércitos que se mueven a sus anchas.

Operan con éxito las redes sociales para intimidar (con amenazas exhibiendo potentes armas o con ejecuciones llenas de crueldad) y/o hacer propaganda; incluyendo, por supuesto y sin ser reduccionista, el fomentar música que apuntala su “leyenda”.

Su despliegue de prepotencia se advierte lo mismo en el salvajismo de sus represalias a quien no paga la extorsión, que cuando se muestran dadivosos con los niños en fechas festivas.

Porque desde hace bastante son mucho más que grupos dedicados a cultivar, procesar o traficar estupefacientes. Su expansión en todo tipo de mercados no es sólo por blanquear dinero: medran con la debilidad del Estado.

Para lo anterior, intervienen en elecciones y tienen en su nómina a autoridades de todos los niveles. Esas cámaras no se habrían podido colocar sin que los policías, sus comandantes, el respectivo secretario y la persona en la gubernatura no voltearan para otro lado.

Del robo al autotransporte al huachicol, pasando por el expansivo cobro de piso, y sin olvidar por supuesto las desapariciones, estos grupos actúan en la lógica de una guerra que es evidente para cualquiera, salvo para aquellos que desde el poder y con quién sabe qué propósitos quieren negarla.

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