En el afán de movilizar a millones de personas a las urnas el próximo junio, el gobierno federal acelera las prácticas políticas que pudrieron a las administraciones que le antecedieron y grupos que las comandaron.

La afiliación corporativa a Morena, el uso de recursos públicos para actividades de partido, el financiamiento privado para las promociones políticas personales, la discrecionalidad del ejercicio del gasto en el Poder Legislativo controlado por el partido gobernante, que son prácticas prohibidas por las legislaciones vigentes, ahora imperan sin rubor. No parecieran descuidos o meras omisiones. El festejo de las mismas, el vanagloriarse de cometer los delitos como conquistas supremas del movimiento transformador (que en realidad es restaurador), rubrican el abuso.

El morenismo, o lo que ello signifique, es voraz. Sin controles, depreda, devora. El proceso acelerado no conduce a la construcción de nuevas formas de convivencia, institucionalidades democráticas, acercamiento a los postulados históricos de sus próceres (libertad sindical, autonomía de partidos y sindicatos del gobierno, organismo electoral autónomo, entre tantos).

La transición política de principios de siglo, donde hubo alternancia partidista en la Presidencia de la República y expandió las alternancias en los gobiernos estatales dando una presencia importante a los partidos de la izquierda
de entonces como el PRD, fue extremadamente lenta en los procesos de cambio que entonces se propuso.

La dilación de muchos de los cambios en el ámbito político favorecieron la involución y el retorno del PRI a la Presidencia de la República y a una fracturada hegemonía del tricolor.

El proceso denominado 4T parece desesperado en apresurar cambios sin dar cuentas de las formas. La construcción de un nuevo Poder Judicial como insignia del cambio del momento transcurre en medio de una lucha política interna del morenismo y el oficialismo, iniciada con la precampaña de las denominadas corcholatas. Esa fue la señal de la batalla tras el sometimiento de todos los grupos a una sola voz de mando, la del entonces Presidente AMLO.

Las elecciones presidenciales y legislativas de 2024 culminaron un proceso de apropiación del poder por parte de un conglomerado heterogéneo hegemonizado por Morena. La Cuarta Transformación quedó entonces sin enemigos externos visibles o que ejercieran un contrapeso significativo. La única molestia, la falta de un puñado de votos para la mayoría calificada en el Senado de la República, fue resuelta de la manera tradicional y priista que antaño condenaron varios de los que ahora gobiernan. Haiga sido como haiga sido.

Puede debatirse sobre la pertinencia y eficacia de la elección directa de juzgadores, magistrados y ministros como paso a la purificación de un Poder Judicial corrompido; el asunto es ley y hay que cumplirlo. Pero la nueva ley no dictó las formas ejercidas. El atropello de sus mismos acuerdos, la utilización de organismos electorales como instrumentos de gobierno, la partidización de las candidaturas y el consentimiento de cacicazgos judiciales caracterizan el proceso que culminará con la votación de junio y la instauración de una nueva Corte en septiembre junto con sus organismos disciplinarios y las renovaciones parciales de magistraturas y juzgados.

Un proceso electoral improvisado, con todas las tolerancias a faltas de equidad, abuso en recursos, instrumentalización de grupos y partidos, apunta hacia el conflicto y genera condiciones para actos fraudulentos ante la ausencia de una autoridad que, primero, entienda el proceso y, segundo, cuente con recursos para atender la limpieza del mismo.

El asunto es reflejar una amplia votación que legitime la primera elección de juzgadores; que se vote aunque no se sepa por quién.

En el camino entregan la operación y decisiones a los pequeños caciques legislativos, sindicales, judiciales, burocráticos y hasta empresariales. A las cabezas de grupos de presión y de chantaje. Como antes. Una restauración que los devora a sí mismos.

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