Claudia Sheinbaum ha traído decencia a la vida pública en los primeros seis meses de su mandato. Decencia en el discurso y la conducta, poco a poco, con zigzagueos y sin renunciar a la lógica hostil que guía a su movimiento: la lucha contra la supuesta conspiración de las fuerzas corruptoras. Pero, en lo general, no ha habido en su acción y palabra la agresividad y malignidad de López Obrador, un poderoso que desparramó discordia, un linchador desde la Presidencia que denigraba, asfixiaba, extenuaba al “adversario”, un líder que abusaba de su poderío, y eso lo volvía, de manera inexorable, un gobernante indecente. La Presidenta ha pausado también la política de convertir a los críticos en sujetos de odio para sus fieles, que en un país como el México post dos de junio y posobradorista pueden ser millones. Se le acusará, con razón, de cerrarse al diálogo en temas esenciales, como la reforma judicial. Y de altiva, al no sentarse a escuchar a los opositores. Se dirá que le falta empatía con el dolor de mucha gente, pero al menos hoy en Palacio Nacional no se hace escarnio de las madres buscadoras, por ejemplo, ni, salvo ciertas excepciones, se cancela al otro simplemente por ser “el otro”.