Este fin de semana Donald Trump volvió a insistir en que no le importa si los consumidores estadunidenses pagarán más por sus automóviles por el cobro de aranceles que impuso a todos los vehículos importados y repitió un mantra que, sin embargo, no tiene base real: que si fabrican los automóviles en Estados Unidos no pagarán aranceles y que tienen mucha oferta en ese sentido.
No es verdad, por lo menos no en términos absolutos y la caída de las acciones de las empresas automotrices lo demuestra: la industria automotriz estadunidense está profundamente integrada en sus cadenas de producción, sobre todo con México y Canadá, pero también con Japón y Corea del Sur. Hay vehículos que terminan de ser ensamblados en Estados Unidos, pero la mayoría o buena parte de sus componentes proviene de sus socios en otras partes del mundo y cuando más popular, accesible, es un automóvil, más es el producto de una cadena de producción integrada de distintos países, sobre todo de México.
El viernes el New York Times ponía ejemplos muy claros. Decía que un vehículo se considera una importación cuando se envía a Estados Unidos después de someterse al ensamblaje final en otro país. Pero muchos vehículos, incluidos los ensamblados en Estados Unidos, son compuestos de piezas que provienen de todo el mundo. La Chevrolet Blazer 2024, el popular vehículo utilitario deportivo fabricado por General Motors, se ensambla en una planta en México utilizando motores y transmisiones que se producen en los Estados Unidos. Nissan fabrica su sedán Altima en Tennessee y Mississippi; la versión turboalimentada del automóvil tiene un motor de dos litros que proviene de Japón y una transmisión fabricada en una fábrica en Canadá. Luego está el Toyota RAV4: la mayoría de los RAV4 que son vendidos en Estados Unidos se fabrican en Canadá. Los modelos fabricados en Canadá utilizan motores y transmisiones que se fabrican en Estados Unidos y se envían al norte, antes de que los vehículos completos se transporten a Estados Unidos para su venta.
Y ésos son los componentes principales de cada vehículo, componentes y autopartes del universo de la integración, que es mucho mayor. Con las reglas del T-MEC ello no tendría problema alguno, por la capacidad de mover vehículos y piezas cuantas veces fuera necesario a ambos lados de la frontera. Con la lógica impuesta por Trump eso será no sólo más difícil, sino mucho más costoso y provocará el efecto contrario: en buena parte del mercado global serán los automóviles estadunidenses también mucho más caros que en la actualidad y perderán mercado, como en parte ya ocurre, ante la avalancha de automóviles chinos.
La opción tendría que ser exactamente la contraria: fortalecer las cadenas productivas en el ámbito del T-MEC para hacer más competitiva la industria, asumiendo además que buena parte de la mano de obra que se requiere para ello no estará disponible en Estados Unidos, donde los jóvenes, sobre todo, no se están volcando a trabajar en la industria y menos cobrando los salarios que se pagan (siendo bastante más altos que la media en nuestro país) en México.
Los aranceles entrarán, se supone, en vigor el jueves 3 de abril, y el día anterior Trump (también se supone, porque en el mundo trumpiano todo puede suceder) anunciará su política global de aranceles, que puede modificar los anunciados los días previos. Con todo, no creo que haya posibilidad de escapar de una decisión que, hasta que no tenga costos concretos para el consumidor estadunidense, Trump mantendrá a rajatabla.
Y volvemos a un tema recurrente cuando se habla de aranceles ¿debería México aplicar, a su vez, aranceles compensatorios a las importaciones estadunidenses? Creo que quizás con algunas excepciones no deberíamos hacerlo. Por la sencilla razón de que no nos conviene: es entrar en una guerra comercial donde tenemos más que perder que lo que se podrá ganar.
Al contrario, más allá de aumentar la producción y el consumo nacional, lo que tendríamos que hacer es incentivar la inversión privada, abrir mercados para ser más competitivos. Los apagones del sureste de los días pasados siguen demostrando que en todo el ámbito energético tenemos que abrir más el mercado, tenemos que tener mayores inversiones. No tiene sentido que no se pueda explotar el gas del norte del país porque se prohíbe el fracking, pero que entonces lo tengamos que importar de Texas, o que el que producimos en México esté contaminado y termine generando apagones porque no hay equipo suficiente para producir gas y crudo limpio.
Dicen que la crisis también es oportunidad. La crisis que está generando Trump en la economía global y regional puede ser también para nosotros una oportunidad, pero sólo si nos alejamos de cuadraturas ideológicas y de buscar respuestas en el pasado lejano sin mirar el futuro.