Las desapariciones de la narcoviolencia no son un fenómeno exógeno. Su origen y expansión tiene que ver con las entrañas del sistema político.

Las desapariciones masivas iniciaron en la década de los setenta, del siglo pasado, con la Guerra Sucia que el Estado mexicano desató contra grupos guerrilleros urbanos y rurales. Fue una guerra donde el gobierno unipartidista decidió eliminar a su enemigo al que fulminó con una persecución feroz. Con la guerra sucia de los setentas, el gobierno quiso recuperar legitimidad tras la represión de 1968 y las fuerzas de seguridad reconstituyeron su poder por encima de la política y tuvieron carta ancha para remodelar la actividad delincuencial. La expansión del mercado de la droga, principalmente de mariguana, hizo que jefes militares, pero sobre todo policiacos, se convirtieran en los líderes de incipientes cárteles.

Las desapariciones fueron cometidas entonces fundamentalmente por los aparatos del Estado. Los métodos de tortura, los mecanismos de persecución, las desapariciones en pozos, baldíos, lanzamientos de víctimas desde aviones oficiales hacia el mar fueron aprendidos y compartidos con los grupos delincuenciales y del narco que crecieron en esta maraña de horror.

Impunes al cometer esos crímenes, los jefes de la seguridad del Estado tomaron el control del mercado criminal como protuberancias del sistema político vigente. Los cárteles mexicanos no vienen de Marte. Nacieron en las entrañas del sistema.

La segunda oleada de desapariciones ocurre tras la guerra que el gobierno de Felipe Calderón declara al narco. Igualmente, las fuerzas de seguridad, principalmente las policiales, tuvieron carta ancha para actuar contra cárteles muchos de los cuales estaban entrelazados con funcionarios públicos, gobernadores, fiscales, generales, almirantes, legisladores. Una guerra intestina, confesada por los propios promoventes.

A diferencia de la guerra sucia que ocurrió con un gobierno unipartidista, en la narcoviolencia desatada en el calderonismo, la cobija política era diversa. El narco ya había corrompido prácticamente a todos los partidos.

La brutalidad ocurrida en Iguala con la desaparición de los 43 normalistas, ya en el sexenio de Enrique Peña, evidenció la compenetración criminal en el sistema político y los Poderes de la Unión. La desaparición de los 43 tiene que ver con policías de distinto rango, con militares que guardaron silencio, con jueces que liberaron criminales, con expedientes mal armados, con omisiones que van desde el Ejecutivo, la permisividad del Legislativo y la complicidad del Poder Judicial. ¿Cómo quieren encontrar a un desaparecido si todas las autoridades conspirar para ocultarlo?

Atrás de cada desaparición hay una cola cómplice y criminal, un silencio institucional ominoso, una sentencia judicial reprobable.

Las desapariciones institucionales de los setentas hicieron escuela criminal. Ahora, evidentemente, son más crueles y despiadadas pero detrás de estos actos sigue la complicidad institucional. La narcoviolencia derrama sangre y también dinero. Ahí está el principal factor de corrupción del sistema político y judicial. Por ello están mal alimentadas las estadísticas de desapariciones, por eso no avanzan las pesquisas, por eso se les hace grande un rancho para rastrearlo.

Es lamentable que el gobierno federal se sienta ofendido por el reclamo y ante la propaganda inducida no distinga la paja de la verdad.

El Estado no es la víctima. Las víctimas están incineradas y sepultadas y quienes viven, sus familiares, peregrinan en reclamo de justicia. Querer tapar un rancho con una mañanera evade el fondo del problema: las desapariciones carcomen al sistema y a quienes lo encabezan. Al frente de la búsqueda de los desaparecidos de manera denodada deberían estar los jefes políticos de los gobiernos de todos los niveles. Pero han decidido regatear cifras, discutir si eran hornos o eran pozos, si fue teté, o si hay una conspiración para sembrar huesos.

Pero ahí está el murmullo de las ánimas, y como no vota, es despreciado.

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