Una joven “influencer”, de 17 años, intenta asesinar a puñaladas a una chica de su generación, un año mayor que ella, una modelo igualmente “influencer”. Un violento ataque, aparentemente, por celos en Park Pedregal, un complejo de departamentos de clase media alta.
Pero parte de la vida de ambas tiene que ver con la intensa competencia de apostadores de su imagen, del incremento de seguidores de sus mensajes en sus cuentas digitales y de que sean retribuidos con likes. El asunto es recompensado. Los likes son ingresos monetarios. Es el boom de las relaciones de una generación que en la postpandemia ha encontrado una identidad amorfa, competitiva, excluyente, compleja y retadora.
Pero la espiral de problemas en la que se ven envueltos muchos de los “influencers” revela el gran conflicto de la joven generación que los idolatra. Una inestabilidad emocional, una pérdida de sentido de la realidad, un extravío en las relaciones sociales que consuman el ejemplo de frustración.
En la secundaria 236 de Iztapalapa, una zona popular de la CDMX, una estudiante cae del tercer piso para fracturarse la cadera y probablemente perder la posibilidad de caminar. Salvó la vida de milagro.
Dos versiones del hecho circulan: una, que fue lanzada desde esas alturas por una de las compañeras de salón de clases que la hostigaba por su afición a la música pop coreana (K-Pop), de difusión viral.
Otra versión es que la muchacha decidió lanzarse desde el tercer piso. “La niña se lanzó. Solo por favor infórmense bien en la escuela para que no tomen decisiones equivocadas… La niña fue diagnosticada en una clínica psicológica a donde la mandaron por parte de la escuela. Pero la madre no dio ese reporte a las maestras que la canalizaron. Yo estoy en la sociedad de madres y padres del turno vespertino. Cuando auxiliaron a Fátima lo primero que dijo fue ‘perdón por haberlo hecho'”, posteó en una página de Facebook una persona identificada como integrante de la Sociedad de Padres de la Secundaria 236.
En cualquier caso, agresión o intento de suicidio, el bullying, la agresión y exclusión de la diferencia es el detonante.
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“Desde que existe el smartphone, nos miramos cada vez menos a los ojos. La mirada se pierde. Pero la mirada es el otro. Como es sabido, también el niño pequeño se ve privado de la mirada porque su madre está absorta en el smartphone. En la mirada de su madre, el niño encuentra sostén, autoafirmación y comunidad. La mirada construye la confianza primigenia. La ausencia de mirada, en cambio, da lugar a una alteración en la relación con nosotros mismos y con el otro. Cuando perdemos la mirada, perdemos al otro. Sin mirada tampoco es posible generar empatía”, afirma Byung-Chul Han, el eminente filósofo alemán-coreano.
Y ésa es en buena medida la formación de la joven generación de la postpandemia. Niños y jóvenes alarmados por la exclusión del mundo adulto, y cautivos por una interacción viral, rehenes de las pantallas, que les genera ansiedad, sueños y causas desvanecidas en el choque con la realidad para sumergirlos en depresiones.
“La depresión se produce por una pérdida de resonancia, de resonancia con el mundo, de resonancia con el otro”, afirma el filósofo.
Una sociedad, como la mexicana, envuelta en una constante disputa de exclusión, de intento por imponer un punto de vista contrario, ajeno al acuerdo, acostumbrada al escándalo viral, a la ridiculización, a la ausencia de fraternidad, a la disolución de la empatía, de adultos desentendidos e igualmente devorados por la ansiedad de las pantallas, evidentemente estaciona en laberintos a los jóvenes.
Los “influencers” o las influencias, que alimentan una competitividad de exclusión y de eliminación del contrario, crecen en sociedades que las consienten, que las reproducen, que se benefician del sometimiento de las diferencias.