Los hechos de las horas recientes en Venezuela están poniendo a prueba las convicciones democráticas del gobierno mexicano.
Esta semana, en respuesta a un informe de la Universidad de Gotemburgo, que sostiene que en nuestro país ocurre un socavamiento de los derechos fundamentales, la presidenta Claudia Sheinbaum dijo que México es “el país más democrático”.
Pese a que éstos son tiempos en que cada quien dice tener su verdad, yo sigo pensando que hay asuntos que no son opinables. Existen cosas que son o no son. Entre ellas está la democracia, un sistema de gobierno en el que el poder y la representación se depositan en quien gana la mayoría de las adhesiones ciudadanas en un proceso libre.
Respecto de México, Sheinbaum ha sostenido que la elección judicial que se desarrollará el próximo 1 de junio es prueba de que en México se vive una auténtica democracia, porque la gente podrá elegir a quienes serán sus nuevos juzgadores.
Sin embargo, está en duda si los candidatos que aparecerán en la boleta fueron escogidos pensando en un ejercicio imparcial de la justicia o bien, como una manera de asegurar que los próximos jueces sean de consigna, es decir, que estarán sometidos a los designios de la autoridad.
En el caso de Venezuela, hay aún menos margen de maniobra para discutir. El oficialismo se adjudicó el triunfo en los comicios presidenciales del 28 de julio, por 5.1 millones de votos contra 4.4 millones, y su candidato, el presidente Nicolás Maduro, fue declarado ganador por el órgano electoral –que encabeza un exlegislador del partido de gobierno– sin haber presentado pruebas de que obtuvo la mayoría.
En cambio, la oposición sí mostró esas evidencias. Dotado de copias de más de 80% de las actas de casilla, ha probado que su candidato, Edmundo González Urrutia, fue el vencedor de los comicios por 6.2 millones de votos contra 2.7 millones. El lunes, dichos documentos fueron entregados para su custodia al gobierno panameño.
Desconocidos los resultados oficiales por la mayoría de los países de América Latina, el dictador Maduro, quien pretende mantenerse en el poder, emprendió una campaña represiva en contra de los opositores, que arreció conforme se acercaba el inicio del nuevo periodo presidencial, previsto para hoy 10 de enero.
Entre otros actos coercitivos, se dio la detención del excandidato presidencial Enrique Márquez, así como del yerno de González Urrutia y del defensor de la libertad de expresión Carlos Correa.
La tarde de ayer, la dirigente opositora María Corina Machado, quien había permanecido en la clandestinidad por varios meses, fue secuestrada después de encabezar un mitin, y luego liberada sin que hayan quedado claras las circunstancias.
Este cúmulo de hechos no ha merecido condena alguna por parte del gobierno mexicano, que ha preferido mantenerse en minoría en el campo latinoamericano, aferrado a un supuesto respeto a la “autodeterminación de los pueblos”.
Si México realmente es “el país más democrático del mundo”, no debiera cerrar los ojos ante lo que sucede en Venezuela. Aunque la presidenta Sheinbaum tuvo el tacto de no aceptar la invitación de Maduro a su nueva toma de posesión, enviar a dicha ceremonia al embajador mexicano Leopoldo de Gyves implica un reconocimiento del proceso.
En declaraciones recientes, el presidente colombiano Gustavo Petro declaró que su país, Brasil y México habían acordado que no reconocerían el triunfo de Maduro si éste no lo probaba mediante la presentación de sus actas de casilla, cosa que no ha sucedido. Sin embargo, México cambió de posición, apuntó Petro, quien ha dicho que la elección venezolana no fue libre.
No deslindarse de la imposición de Maduro y la represión en Venezuela es un preludio muy funesto de la elección judicial que está en curso, así como de la reforma electoral que el oficialismo pretende presentar en los próximos meses.
Un país realmente democrático no avala fraudes en el exterior ni impone condiciones ventajosas en casa.