Querido mexicano, Venezuela no es el país que los propagandistas quieren vender. Es un lugar donde el 82% de los ciudadanos vive en la pobreza y el 53% en pobreza extrema, según datos de la ONU. Sin embargo, eso no impide que el gobierno reclute influencers extranjeros para maquillar su imagen.
El YouTuber marxista mexico-brasileño Diego Ruzzarin es el más conocido, cuando fue a hacer colaboraciones con Maduro como si ambos fuesen youtubers y como si Maduro no fuese un criminal buscado por la DEA acusado de “conspiración de narcoterrorismo, conspiración para importación de cocaína y conspiración para usar y portar ametralladoras y dispositivos destructivos en apoyo a un delito de drogas”. Sin embargo, el caso de un tiktoker argentino es más ilustrativo para demostrar mi punto.
Michelo empezó con videos de baile y logró llamar la atención. Comenzó a hacer pequeños intercambios de publicidad donde, a cambio de menciones en su tiktok, promocionaba restaurantes de su pueblo a cambio de comidas gratis, pero pronto encontró una causa política en su provincia natal.
Evidentemente, la grilla paga mejor que un pequeño restaurante.
Una cosa llevó a la otra y, después de su éxito con la izquierda argentina, aceptó ser parte de la maquinaria propagandística venezolana, donde inicialmente vivió en Caracas, en hoteles de lujo, mientras promocionaba al país como “normal” y “turístico”. Sin embargo, un error le costó esa vida de ensueño que pensó que había logrado.
El error de Michelo fue mortal: se grabó y mostró privilegios en un lugar donde la mayoría lucha por comer.
Inmediatamente, el narco-gobierno de Maduro le quitó todos los privilegios y lo removió de ese lujoso hotel cinco estrellas.
Hoy, se le ve en una casa más humilde.
Hace unos días, subió un tiktok donde tuvo que ir por un balde de agua porque en su casa no había y relató cómo las caídas de la red eléctrica se volvieron un problema en su vida.
Ahora sí está viviendo como un venezolano promedio.
Y ahora está atrapado en Venezuela, sin poder regresar, convertido en un instrumento más de un régimen que explota a todos, incluso a sus defensores.
Luego está El Helicoide. Este edificio icónico fue diseñado en los años 50 como un centro comercial futurista.
Salvador Dalí y Pablo Neruda lo elogiaron como una obra maestra. Pero nunca se terminó y terminó convertido en un centro de detención y tortura bajo el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN). Su historia resume el fracaso de un país: de la promesa de modernidad a símbolo del autoritarismo.
Los testimonios de exdetenidos describen horrores: asfixia con bolsas plásticas, descargas eléctricas, golpizas y amenazas psicológicas. Es un lugar donde el sueño de progreso fue reemplazado por el miedo, y donde el gobierno detiene a quien se atreva a cuestionarlo. No se sabe cuántos presos políticos hay en ese campo de concentración, pero se estima en cientos. Es una advertencia en concreto y acero de lo que ocurre cuando el poder no tiene límites.
En México, vemos con preocupación cómo estas mismas prácticas podrían encontrar terreno fértil.
Un discurso polarizante, instituciones debilitadas y un narco que opera cómodamente bajo el pretexto de “abrazos, no balazos” nos acercan a ese modelo fallido. Volteemos a ver en Venezuela lo que ocurre cuando se deja el futuro del país en personas que anteponen su bienestar personal al de millones.
Si algo debemos aprender de Venezuela es que la concentración de poder nunca termina bien.
Los propagandistas pueden intentar convencernos de que todo está bajo control, pero la realidad es otra.
Así que pensemos bien antes de seguir por el mismo camino. Porque, cuando el pan y la gasolina escaseen, y cuando las palabras vacías ya no llenen el estómago, entenderemos que ya será demasiado tarde para dar marcha atrás.