Le pedí a Arturo Zaldívar que repitiera lo que acababa de decir, que Norma Piña había sido una pésima presidenta de la Suprema Corte, la peor presidenta del Poder Judicial que él recordara; él, el antecesor de Norma Piña; él, presidente de la Corte antes de ella. “¿La peor presidenta, Arturo?” “La peor, lo aseguro y ahí están los hechos”. Tres horas después, Norma Piña rindió el que probablemente haya sido su último informe en plenitud de funciones al frente de la Corte. Hizo dos aseveraciones primordiales. La primera es difícil de rebatir: la reforma aprobada que transformará de raíz al Poder Judicial se hizo sin un diagnóstico. La segunda marca un sello de origen: la reforma se edificó sobre una narrativa falsa repetida una y otra vez. Y dejó frases como esta: “Cada vez que la Suprema Corte resolvió un caso que el gobierno percibió contrario a su proyecto político, los ministros que votamos en contra fuimos acusados de traidores, corruptos, aliados de minorías rapaces y de la delincuencia organizada y de cuello blanco”. Como sea, se marcha derrotada. Su acción y narrativa han sido derrotadas. Aunque, se sabe, la historia nunca dicta su última palabra. Menos en asuntos de esta hondura.