La segunda es en la ensanchada arena morena. El enorme campo que domina los poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial, las gubernaturas, condiciona a las jefaturas económicas y remodela el sistema legal, político y de justicia.
Ahí la batalla es ruda. Silvestre, irresponsable, depredadora.
No hay un debate de principios, de programas, de doctrinas. Cuando Adán Augusto López acusó a Ricardo Monreal de fastidiar los elevadores no se refería al bloqueo del ascenso al segundo piso de la Cuarta Transformación sino a una supuesta transa con el Grupo Piasa en el inadecuado reacondicionamiento de los elevadores en el Senado.
El tabasqueño llevó a tribuna la queja y convirtió el conflicto en una afrenta institucional. Una deplorable pelea por millones de pesos que según Adán por orden de Monreal los diputados decidieron escamotearle al Senado en un presupuesto amarrado, con grandes volúmenes de gasto para la deuda y las pensiones y pichicatero con los reclamos sociales.
Además de los pesos y centavos que ferozmente pelean para su peculio, lo que está en el jaloneo es la facultad de negociación con entes económicos y políticos de las decisiones de política pública. Para algunos son facultades de extorsión política para otros son las palancas del poder para modelar decisiones y subordinar grupos.
El bloque oficial actúa con una enorme contradicción: siente una legitimidad perpetua que le permite inmunidad e impunidad para diferentes actos pero a la vez es desenfrenada y voraz en la toma de decisiones legislativas y políticas. Esas dos velocidades tensan y arrebatan.
La manera en que dispensan sus líos y dislates no atiende al respeto a ciudadanos que confiaron en su proyecto sino que exhibe un cinismo ramplón donde nadie se hace cargo de la barbaridad. El asunto no es si son pequeñas cosas, fiestecitas impropias o robos chiquitos.
Esas faltas son las de la cutícula, las expuestas, las visibles. En el fondo existen formas de gestión que pueden causar enormes daños al país más allá de la frivolidad o la irresponsabilidad.
En La fiesta de la insignificancia Milan Kundera retrata a los próceres que crecen alrededor del totalitarismo de Stalin. Por un lado “los llamados grandes hombres cuyos nombres coronan nuestras calles. Se volvieron célebres gracias a su ambición, su vanidad, sus mentiras, su crueldad”. Y también aquellos que se enaltecen por su autosometimiento, su sumisión y son próceres “como recuerdo de una lucha desesperada que no causó daño a nadie sino a sí mismo”.
Los mastodontes y sus huestes, el envoltorio de las típicas y nocivas prácticas de acarreo y sumisión, del tumulto como apremio y amenaza, del engreimiento y la soberbia, de los que hacen un museo un salón de bodas o un congreso un ring de box, fermentan las peores formas de decisión de las grandes decisiones públicas.