A mi esposo le sudaba la mano. La apretó, me miró con ojos de amor infinito y dijo: “Bonita, todo va a estar bien”. Sentí entonces, como en aquella escena de Amélie, que me volvía líquida, me vertía en el suelo, me desparramaba, sin cuerpo yo también, por la habitación.
Nunca había escuchado sobre el embarazo anembrionario. Oficialmente estás embarazada, suben tus hormonas, pierdes la menstruación, dan positivo tus pruebas de sangre y orina, pero no hay embrión, solo el saco que lo contendría. Algún desajuste en los cromosomas impide que las células se agrupen. Me encontraba en el terreno desconocido de estar embarazada y no estarlo, al mismo tiempo.
Muchas mujeres no saben que han tenido embarazos de este tipo. Se retrasa su menstruación y vuelve, abundante, cuando el cuerpo detecta un embarazo “incompleto” y expulsa el saco. Otras lo saben y nunca lo cuentan.
Estaba yo en la semana ocho, la misma en la que mujeres en muchos sitios del mundo son criminalizadas por abortar, aun sin saber si están gestando un embrión. En México, hallé pocos documentos públicos sobre estos embarazos. Las guías del IMSS que encontré no se han actualizado en más de 15 años. Y como el aborto sigue siendo en muchos sitios una conversación que se tiene en privado, en aquellas horas de congoja no encontré muchos textos ni testimonios para entender cuán común era este embarazo. “No solo está subregistrado, sino invisibilizado”, me dijo una amiga doctora.
El siguiente paso era expulsar el saco vacío. Me dieron pastillas de mifepristona y misoprostol, que durante medio siglo las mujeres han usado para abortar. En Futuro Media, llevábamos meses investigando la historia del misoprostol. El aborto (¿es aborto cuando no hay embrión?) se sintió como un raro experimento en carne propia, similar a lo que vivieron las fuentes que confiaron sus casos a mi equipo, sobre cómo usaron misoprostol para interrumpir embarazos no deseados.
A diferencia de ellas, viví esos días arropada por los míos y en Nueva York, donde esos medicamentos se usan legalmente. “Por fortuna no estás en Texas”, me dijo mi ginecóloga. Cuando sentía el dolor por las contracciones al expulsar mi saco vacío, pensé en tantas mujeres que aún mueren por abortos mal practicados, o tienen hijos que no quieren, obligadas por la religión, la presión social o la violencia. Compartí mi historia con mi círculo cercano. Así supe que una amiga tuvo dos embarazos anembrionarios, otra tuvo uno, una más era pariente de otra que vivió lo mismo. Casi todas las mujeres a quienes les conté escucharon de ese embarazo que no se nombra, porque es y no es.
Y sobre el duelo, tan real como el saco vacío, se habla menos. Muchas mujeres que no desean embarazarse reciben la noticia con alivio. Otras que sí lo quieren viven su duelo a medias, como yo. Les dicen que nada se perdió. Sostengo que se pierde algo valioso: la ilusión.
Mi historia terminó felizmente el 3 de diciembre, cuando nació mi hija. La concebimos casi tres meses después del embarazo anembrionario. Aunque fue una gestación normal, la viví con mucha ansiedad. Y lo cuento porque creo que lo que nombramos existe, que alguien se beneficiará al leer lo que he aprendido.
Mientras escribo, mi hija gruñe en su cuna. Es hora de su leche. La veo sana, mientras me recupero de casi un año de embarazo y del parto de ella, que con sus hermanos y mi esposo ya lo es todo en mi vida, aunque ella aún no lo sabe.