Decía Leopoldo Calvo Sotelo, cuando era jefe de gobierno español (hablaba básicamente de la ETA en esos años de plomo) que “el terrorismo no es sólo, como se dice a menudo, un problema de Estado, sino que es el gran problema que pone en riesgo la propia realidad del Estado”.
Les tenemos miedo a las palabras, pero el hecho cierto es que los cárteles mexicanos son terroristas. Cometen actos de terror contra la población para doblegar a las autoridades e imponer sus condiciones, utilizan armamento militar de alto poder, realizan ejecuciones cotidianas, secuestran, desaparecen personas, torturan, desmiembran, realizan masacres indiscriminadas, usan minas terrestres, drones con explosivos, realizan emboscadas contra las fuerzas de seguridad, se apropian de empresas, ranchos, minas. Ese conjunto de acciones con un costo de 200 mil vidas sólo el sexenio pasado, con más de 50 mil desaparecidos, y un alto precio para la calidad de vida y el desarrollo del país, puede y debería considerarse terrorista. Y desde cualquier visión externa se califica como tal.
El problema no es que Trump califique como terroristas a los cárteles de la droga, es que nosotros no lo hagamos y no actuemos contra esas organizaciones criminales desde esa lógica cuando, además, sus raíces se están imbricando cada vez más con otros fenómenos internacionales, desde el aprovisionamiento de fentanilo y precursores desde China, hasta la presencia de los cárteles mexicanos en cerca de 40 países, con mecanismos de lavado de dinero cada vez más sofisticados, que son similares a los utilizados por otras organizaciones terroristas y hasta, si se quiere, el armamento, porque son organizaciones equipadas por armamento comprando en su enorme mayoría en los Estados Unidos. Considerarlos aquí terroristas significaría un instrumento muy útil para combatir, en la Unión Americana, la venta de armas a esos grupos.
Si el gobierno federal aceptara que los cárteles sí son terroristas, el combate contra ellos sería más claro, más contundente y la colaboración indispensable para llevarlo a cabo sería más transparente y podría colocarse incluso sobre otras bases, incluyendo los temas que involucran a Estados Unidos: el consumo, las armas, el lavado de dinero (que se hace fundamentalmente de ese lado de la frontera usando su propio sistema financiero). También contribuiría a delimitar con mucha mayor claridad los casos que son de estricta seguridad pública y los que son de seguridad interior y nacional, tomando acciones efectivas y diferenciadas respecto a cada uno de ellos.
Cuando Trump dice que declarará terroristas a los cárteles mexicanos y decimos que no aceptaremos actitudes injerencistas no estamos diciendo nada. Si compartiéramos la definición podríamos establecer políticas y mecanismos de colaboración comunes mucho más eficientes.
¿Cómo se define al terrorismo? Como la “provocación o mantenimiento en estado de terror a la población, mediante actos que pongan en peligro la vida, la integridad física o la libertad de las personas o la conservación de los bienes”. ¿No estamos viviendo eso, por ejemplo, en Sinaloa? Más de 600 asesinatos en tres meses, 700 desaparecidos (las cifras aumentan día con día), miles de vehículos robados por criminales para usarlos en sus operativos, viviendas destruidas, comercios cerrados, durante semanas, antes de las vacaciones, clases presenciales canceladas, noches de calles desiertas. El gobierno federal está interviniendo con fuerza en el estado, pero es evidente que esa intervención debe superar todo lo realizado hasta ahora. La presencia de Omar García Harfuch, la designación del general en activo Óscar Rentería Schazarino, como nuevo secretario de Seguridad, un general que Claudia Sheinbaum conoce, de todas las confianzas del general Ricardo Trevilla, que viene de una zona de alto riego, una zona donde se desafía la seguridad interior, como es Apatzingán, es algo más que un mensaje, es una declaración de principios. Y lo es también que el fin de semana haya estado allí la presidenta Sheinbaum.
El discurso de que se atacarán las causas entra, como siempre, en la categoría de las entelequias: ¿cuáles son las causas de la violencia actual en Sinaloa?, ¿de verdad es la pobreza en uno de los estados más ricos del país, o la falta de educación en uno que tiene altos índices de escolaridad?, ¿se pueden superar esas causas con programas asistenciales? Las causas de la violencia en Sinaloa tienen raíces muy profundas y están relacionadas en buena medida con el involucramiento o complacencia de parte de la sociedad y de las propias instituciones de gobierno con el crimen organizado, en el pasado y en la actualidad (¿qué mejor demostración que los saludos a la mamá de El Chapo o el enojo por la detención de El Mayo?). Por eso la intervención del gobierno federal, la imposición de nuevas autoridades de seguridad (es urgente remover a toda la fiscalía local) y el endurecimiento de las políticas de seguridad son bienvenidas, son una demostración de que se toma en serio el desafío.
La firmeza que la nueva administración está mostrando en los temas de seguridad deben corresponderse con una narrativa hacia dentro y hacia fuera que le permita consolidarla, y a veces, en la actualidad, la propia narrativa la debilita.
Dejemos a Trump con su retórica y pensemos en nuestra realidad y cómo modificarla desde la lógica de nuestros propios intereses internos, y nada es más importante para nosotros como país hoy que derrotar a estos grupos criminales. Se debe hacer, como se ha dicho, con inteligencia, coordinación y colaboración, pero también comprendiendo su lógica, su motivación y sus objetivos. Y sin tenerle miedo a las palabras y lo que ellas describen.