La desaparición de los órganos autónomos es la más grande afrenta de la élite en contra de las y los mexicanos en tiempos modernos.
De jure, el Gobierno recupera, tres décadas después, su condición de ente supremo, inapelable, juez y parte en casi cualquier materia (les falta cargarse la autonomía del Banco de México, porque la CNDH ya fue), sujeto cuyos derechos priman por encima de los de la sociedad.
Erradicar el instituto autónomo para la transparencia y a reguladores energéticos independientes, y hacer un menjurje con autoridades antimonopolios y de telecomunicaciones, entre otras decapitaciones, da pátina constitucional a algo que de facto la élite gobernante (patrones incluidos) asumía: que los contrapesos debían servirle.
Por eso no se sacude la paridad peso-dólar si “cambian las reglas del juego, si se pone en duda el Estado de Derecho” al erradicar los órganos autónomos como ocurre en estas horas en el Congreso de la Élite, perdón, de la Unión.
Porque el desmantelamiento institucional va viento en popa gracias a que las velas que llevan la nave nacional de vuelta al pasado son hinchadas por los cachetes de la élite, no del pueblo. De la élite en el Gobierno, de la élite en el capital. No son los mismos, aunque parezca.
Qué empresa ha de romper una lanza para pedir que no quiten el instituto federal de las telecomunicaciones, cuál ha de clamar porque un vigoroso INAI fiscalice su manejo de datos personales, cuántas fortunas quieren que la ley de competencia revise sus negocios.
La mayoría zombie de Morena solo ha procedido a poner al día una añeja práctica de la élite: reinstala el modelo de cuates, ya sin la lata de las cuotas. Excelente servicio de estos que a nombre del pueblo se consolidan en la cima satisfaciendo a sus nuevas amistades.
La élite ni se crea ni se destruye, solo se disfraza. Fue PRI, fue PAN, fue sindicatos, televisoras, partidos políticos en general (fue PRD, cómo no). Aunque luego se ponga una careta para competir en las elecciones, es una sola. Hoy es Morena… y todos los que de una u otra forma siguen aferrados al erario, políticos o no.
Así haya prometido drenar el pantano, al ascender el nuevo miembro de la élite aprende que lo mejor es machacar eso que le ayudó a escalar. El órgano para el derecho a la información, por ejemplo. Gobernar es controlar, reza el primer mandamiento del selecto club.
Ese control será música para los oídos de la élite. Manuel Velasco, por ejemplo, feliz de que nunca más nadie ande solicitando comprometedora información sobre su periodo, y el de sus amigos, en la gubernatura de Chiapas.
Un gobierno de izquierda alentaría árbitros y contrapesos imparciales y con dientes para que empresarios abusivos fueran vigilados todo el tiempo, para que gobernantes en el cargo o recién salidos de éste sean fiscalizados, para que la sociedad coadyuve a auditar al poder.
Pero si en el “movimiento” que gobierna están Velasco y sus amigos, Eruviel Ávila y Alfredo del Mazo, y sus amigos, Alejandro Murat y los Yunes… Los hidalguenses Omar Fayad y Cuauhtémoc Ochoa… y Cuauhtémoc Blanco… lo raro sería que no aniquilaran los autónomos.
Un partido de izquierda querría fijar un modelo profesional de contrapesos que, cuando abandone el Gobierno, garantice que llegue quien llegue, los poderes formales y fácticos sigan bajo control gracias a una burocracia capaz, a leyes robustas, a instituciones perdurables.
El nuevo Gobierno quiere que todo asunto de regulación, competencia, evaluación o transparencia toque a su puerta; que ejerzamos un derecho a condición de nunca apelar tardanza, veracidad, discrecionalidad u opacidad. Dudar de la honestidad o eficiencia gubernamental será ofensa mayor.
Al trasladar a Palacio Nacional la potestad de ser la única ventanilla que da y quita licencias, concesiones, tamaño de mercado, reglas de operación, precio de tarifas, prelación de quienes buscan acceder a servicios o proveer mercancías el Gobierno se vuelve más, y no menos, vulnerable.
Porque serán tremendamente poderosos, sin lugar a dudas. Mas no necesariamente eficaces; y, ya lo descubrirán, serán el factor al que toda la élite tratará de presionar, así sea con pleitesías, en su afán de retener las condiciones de las que gozan, o para ganar nuevos favores.
La Administración Sheinbaum comete un error al centralizar toda la responsabilidad. Más pronto que tarde la presidenta lamentará que los mal portados asuman que si la burlan a ella, nadie más podrá descubrirlos, que si la convencen de algo, no quedará quién habrá de vigilarlos.
Tras erradicar el sistema de contrapesos, muchos se empoderarán al amparo de un gobierno federal que se cree capaz de vigilar a todos todo el tiempo. No hay tal, México es muy complejo y los intereses en juego, de esos que son élite desde distintas regiones o niveles de gobierno o influencia, apostarán a simular antes que a cumplir.
¿Quién será la responsable si este remedio sale peor que la supuesta enfermedad que combate? La ocupante de Palacio Nacional, nadie más.
De haber querido, Sheinbaum podría haber reformulado contrapesos y reguladores, podría haber eficientado el derecho a la información para que toda solicitud ciudadana o periodística fuera una vacuna contra las tentaciones de corrupción de públicos y privados, suyos o ajenos.
Al cancelar órganos reguladores y evaluadores concentra todo el poder. Será la favorita de una élite que buscará concesiones y dispensas, que querrá influir en ella para que con tanto cambio nada cambie, para que el poder lo detenten los de siempre.
Contrapesos y autónomos estaban ahí para ayudarle. La presidenta hace el mayor favor a la élite en décadas. El Gobierno centralizado será como un cíclope que no sabrá a dónde voltear.
Cuántos habrán de servir champaña para, cuando el Senado dé la puntilla, brindar por el regreso de los viejos tiempos. Con cooptar o corromper a unos pocos, se tendrá tanto. Salud por la venganza de la élite. Y a manos de un gobierno del pueblo.