La vieja panga surca sin prisa la bahía de La Paz. El motor trastabilla, a veces, y es el único sonido que incordia un poco al silencio. Todo está en calma. El viento sopla de cara y el mar es una bañera verdosa que brilla bajo el sol de una tarde de noviembre. A la izquierda queda la costa, la ciudad, el desierto con sus montañas sedientas de lluvia, moteadas de arbustos y cactus. A la derecha, una tímida línea de manglares chaparritos que perfila la silueta de la Ensenada y separa sus aguas de las del Golfo de California. En la barca navegan cuatro mujeres que aprendieron a las bravas que para llevar comida a casa necesitan cuidar de esa delgada lengua de tierra caliente y sus árboles retorcidos. Para ellas es una cuestión de vida o muerte.
Ellas son Las Guardianas del Conchalito, un colectivo de 12 mujeres del El Manglito, un humilde barrio de pescadores a orillas de la Ensenada, que, después de ver a su gente agonizar durante años sin que nadie hiciera nada, dejaron de esperar una ayuda que no iba a llegar. Se pusieron a trabajar: a rescatar el manglar casi extinguido, a aprender nuevas prácticas de pesca sustentable, a expulsar a los furtivos de sus aguas sin más armas que su propio cuerpo y un cierto grado de inconsciencia, a crear redes de visitantes implicados con la comunidad en lugar de esa versión de turismo depredador que habían conocido siempre. Por el camino, también descubrieron que eran personas, no solo las esposas de. Y algo cambió en El Manglito.
La Ensenada es como un desierto en el mar. Un horizonte plano de agua y manglares que apenas se elevan del suelo, como los arbustos de las montañas secas a sus espaldas. En Baja California Sur estos árboles son más pequeños que en otras latitudes de México porque aquí casi nunca llueve. La panga se detiene a 100 metros de la línea de vegetación. Las cuatro mujeres, vestidas con neoprenos de faena y acompañadas hoy por dos hombres, saltan de la barca. El agua cubre por debajo de las rodillas. Araceli Méndez, de 46 años, guía la expedición.
—Traten de arrastrar los pies, por las rayas. Las rayas tienen como una espinita con sierra, que si te la clava y jala te arraca toda la carne.
Si pisas sobre una mantarraya, se revuelve y te ataca. Si arrastras los pies, te siente llegar y se va. Así que todas avanzan hacia la orilla en una especie de danza sincronizada sin despegar las suelas del fondo marino con una agilidad sorprendente. La marea está baja y permite ver su granja de ostiones: doce filas de 65 costales, cada una, llenos de moluscos que compraron en un laboratorio cuando eran “semillas” y cultivan en la Ensenada como si fuera un huerto. Cada día cambian 40 costales, sacos hechos de una red sólida, después de sacudirlos a palazos para quitarles la broma, un pequeño molusco que se incrusta en ellos e impide que el ostión respire. Es uno de los proyectos piloto de las guardianas desde este mayo. Después de unas horas de faena, la panga enfila el camino de regreso. En el horizonte, una puesta de sol roja enciende el desierto en el mar.
Años de hambre
Los habitantes del Manglito, con sus casas blancas bajas y sus calles de tierra, fueron daños colaterales del progreso. Es una historia habitual: no solo pasó allí, no solo les pasó a ellos. A principios de siglo las leyes sobre la pesca se endurecieron. Los pescadores empezaron a necesitar permisos que nunca antes habían necesitado. Para trabajar, tenían que sortear capas de una burocracia lenta, diseñada no para ser eficaz, sino para aparentarlo. “Protegiendo el medioambiente, pero dejando sin comer a los pescadores”, resume Rosa María, una de las guardianas más veteranas a sus 64 años. El sentimiento compartido aquí es que el desarrollo les dio de lado, que una comunidad de 600 pescadores no era la responsable de depredar la naturaleza, pero les tocó correr con las culpas.
—En un escritorio tomaban decisiones. Fuimos criminalizados. Nos gustaría que se subieran a una panga y vieran lo que vivimos.
Lo dice Martha García (44 años) mientras se protege con un ancho sombrero del sol que cae sin piedad sobre el Conchalito, una franja de tierra y manglares a un costado del Manglito que durante años los vecinos usaron como basurero. “Solo trabajábamos lo que necesitábamos. Nunca hemos intentado explotar”, asegura. De pronto, en los ojos de las autoridades, sus maridos eran furtivos. Los perseguían y los sancionaban con multas que no podían pagar, con la ayuda de otras organizaciones de gente de fuera de La Paz que creían dar caza a peligrosos delincuentes. “Quieren educarnos en nuestra relación con el mar y nadie mejor que nosotros conoce el mar. Nunca se acercaron a nuestra comunidad”, critica.
Los pescadores trataron de ponerse al día, pero la burocracia es una maquinaria oxidada y lenta que no cumplía nunca con los plazos prometidos. Los permisos no llegaban a tiempo para las temporadas de pesca y si no salían a faenar, no ganaban dinero. “Es fácil si abres el refri de tu casa y hay de comer. Las organizaciones y el Gobierno nos iban ilegalizando”. Muchos no sabían leer ni escribir y, sin ayuda, preparar la documentación era una odisea. “Imagínate lo difícil de perder una semana preparando papeles”.
En 2001, la situación se deterioró. Fueron tiempos tristes: vinieron años de hambre y carencias; de migrar a otros puertos sudcalifornianos en busca de trabajo; de verse obligados por la falta de papeles, ahora sí, a ser furtivos en las aguas en las que siempre habían faenado; de sobrevivir con préstamos que no podían pagar mientras las facturas se acumulaban en la mesa; de ir “a San Carlos a batear en la almeja porque aquí no había qué comer”, recuerda Claudia Reyes (41 años), otra de las guardianas. García habla de gentrificación: “Hemos sido despojados de nuestros espacios. Estamos en una zona muy privilegiada”.
En el Manglito se contaban historias sobre un ayer de gloria y bonanza, de esas habituales en las comunidades que alguna vez tuvieron futuro sobre un pasado robado. El cuento amargo se convirtió en Historia colectiva y se filtra ahora por las palabras de Graciela Olachea Higuera, a la que todas llaman Chelo y dice que tiene “como 63 años”: “Antes tenías tu panga e ibas a pescar, no necesitabas permiso ni nada. Ahora necesitas permiso hasta para atarte los zapatos. Antes era más bonita la vida que vivíamos porque ibas donde te daba la gana. Ibas a trabajar y punto: callo de hacha, almeja, lo que hubiera. Qué bonito disfrutábamos”.
Como leonas
Los hombres se deprimieron. Las mujeres dijeron basta. Era el momento de resucitar el barrio. “El cambio fue por necesidad. Nos tuvimos que adaptar al desarrollo. La pesca estaba desapareciendo. No queríamos que nuestros hijos se dedicaran a esto”, dice García. “Nos organizábamos para poder trabajar y comer”. Hubo dos pioneras: Chelo y María Dionisia Avilés, Tita, de 59 años. Primero, se dieron cuenta del vertedero en que se había convertido el Conchalito. La gente tiraba allí la basura y usaba la madera de mangle como leña o para construir cabañas. El 70% de los manglares se perdieron “por la inconsciencia de la gente”. “No sabíamos lo importante que eran”, reconoce Chelo.
Ella y Tita se plantaron día sí, día también en el Conchalito. No solo para limpiarlo, también para evitar que los furtivos se llevaran callo de hacha, un molusco fértil en esas aguas que se había convertido en una de sus pocas fuentes de ingresos. “Hasta cuchillos nos sacaron”. No cedieron. “Este lugar era un basurero y ellas lo hicieron posible”, celebra García. “Aquí venimos a cambiar el mundo”, se ríe Chela. Con el tiempo, otras se implicaron en defender la zona. “Tú por tú, reventábamos llantas, revisábamos cubetas. Con más coraje que conocimientos de cómo enfrentarnos”, confiesa la primera.
El grupo creció. En 2016, se asociaron con OPRE (Organización de Pescadores Rescatando la Ensenada), formada por poco más de 100 personas, mayoritariamente hombres. En 2017, consiguieron la concesión de 2048 hectáreas dentro de la Ensenada, en las que ahora cultivan sus ostiones. Ese mismo año, se formaron con la ONG Noroeste Sustentable en cursos de “gobernanza, de perdón y reconciliación, de autocuidado, de género”. Fue un punto y aparte. “Aprendí que no soy la esposa de alguien, ni la mamá, ni la hermana, que soy Martha”. En 2018, crearon formalmente Las Guardianas del Conchalito.
Antes, vendían el producto que sus maridos traían. “Siempre nos habíamos dedicado a la pescada, pero no nos considerábamos pescadoras. El pescador era nuestro esposo. Ganábamos la tercera o cuarta parte de un compañero”, sintetiza García. Ahora ya no tienen reparos en llamarse pescadoras. “Andamos buscando la independencia económica”. A sus maridos aún les cuesta adaptarse al cambio después de generaciones de entender la faena como trabajo de hombres. “Tienen una idea muy arraigada, no es que sean malos”, justifica Reyes. “Antes ellos eran los del dinero y ahora nosotras también ganamos”, coincide Chela.
Un día, una sobrina de García apareció emocionada porque se había comprado una hielera con su propio dinero. A ella no le extrañó esa reacción: no era solo una hielera, era mucho más. El símbolo de que las cosas ya no volverían a ser igual en el Manglito. “Me la compré porque puedo, porque quiero y porque tengo”, sentenció la joven. “Ha cambiado el chip de nosotras de cómo vivir la vida”, ilustra Reyes. No es solo en lo laboral: las relaciones ya no son iguales en lo personal tampoco. Otro día, en una reunión, uno de los hombres mandó callar a Reyes delante del gobernador. “Nos fuimos todas contra él como leonas”, recuerda García. “Ahora lo podemos platicar y nos divertimos, pero lloramos mucho, fuimos violentadas… Pero valió la pena para que nuestros morros vivieran esta apertura de ahora”.
Para revivir los manglares del Conchalito, primero hubo que recuperar las venas de marea, los surcos por los que el agua llega a los árboles. Con los años se fueron tapando por la suciedad. Entre ocho mujeres, abrieron 46 metros de canal de un metro de ancho por otro de profundidad “ahora sí que a pura pala, no se metieron máquinas”, explica orgullosa Reyes. El 14 de septiembre de este año, inauguraron un vivero en el Conchalito donde criar manglar, plantas delicadas y caprichosas, que entre seis y doce meses transplantarán a la costa. “Necesitan para crecer tierra dulce, arena salada, carbón, levadura, piloncillo, ceniza y composta de vaca. Mantenimiento cada 15 días. La tierra tiene que estar caliente”, enumera Rosa María.
Creen que ya han recuperado el 80% de lo perdido. Monitorean el manglar. Hay tres tipos: con el rojo, miran si tiene flores, si el fruto está dañado. Con el blanco y el negro usan un cuadrante de 60×60 centímetros “y lo que abarque se cuentan las semillas y se apunta en la bitácora”. “El rojo tiene hoja oscura, el blanco chiquita y gruesa, el negro alargadita y tiene gotitas de sal que le salen por las hojitas”, cuenta con paciencia de maestra Rosa María, la misma que usa cuando los colegios de la zona vienen a su vivero a que las mujeres les enseñen educación ambiental. En el futuro, la idea es establecer sus propias redes de turismo: que los visitantes recorran el Conchalito, el Manglito y la Ensenada, coman sus ostiones, conozcan su historia.
La resurreción fue tan exitosa que, antes de la pandemia, “nos intentó entrar el narco”, dice García. El crimen organizado trató de sacar su comisión del renaciente barrio. Llegaban jóvenes con mala cara en sus coches, daban vueltas por las calles, iban casa por casa para decirle a los pescadores que querían “comprar el producto”: callo de hacha, un marisco escaso y cotizado en el resto de México. “Tuvimos mucho miedo, pero nos dejaron en paz porque empezamos a hacernos muy visibles”, narra García. “Y porque estábamos en regla, no pescábamos de manera ilegal, se iban a amenazar a los ilegales”, completa Reyes. Ni ellas ni el Manglito eran ya las mismas.
El País
Historia de un barrio de pescadores moribundo de La Paz (y de las mujeres que lo resucitaron)
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