En una de las pocas reformas que no eran parte del llamado plan C de López Obrador, ha avanzado en el Congreso la transformación de la Secretaría de Seguridad federal, al tiempo que se le otorgan nuevas atribuciones, se amplían dramáticamente sus capacidades de investigación e inteligencia y queda el secretario Omar García Harfuch como el responsable de coordinar los esfuerzos nacionales, tanto en el ámbito federal como con los estados, e incluso con otros países.
Es una reforma positiva, necesaria, que le da a la Secretaría de Seguridad las capacidades que nunca tuvo, incluso muy superiores a las de la época de García Luna, luego del cual, ya en el sexenio de Peña Nieto, la secretaría desapareció, porque fue absorbida por Gobernación, mientras que en el de López Obrador tuvo funciones mucho más administrativas que operativas. La nueva reforma da un giro de 180 grados y establece los mecanismos de cooperación y operación necesarios para la secretaría y para García Harfuch, en coordinación con la Defensa, del general Trevilla (donde, recordemos, ya está oficialmente la única fuerza policial federal, la Guardia Nacional, y donde se tendrá que operar el grueso de las tareas de seguridad federal), y con la Marina, del almirante Morales, clave en mares y puertos de entrada al país.
Es un muy buen paso para avanzar en las tareas de seguridad, pero asumamos que implementar todos esos mecanismos institucionales llevará, siendo muy optimistas, todavía varios meses. Mientras tanto, la administración Sheinbaum tiene que haber comprobado ya que no tiene tiempo, que las exigencias son inmediatas y que el contexto internacional la obliga, en el ámbito de la seguridad, como en muchos otros, a cambiar las ruedas del carro mientras el mismo está en movimiento y a toda velocidad.
No es una metáfora exagerada, es una realidad que la inseguridad impone y declaraciones como las de esta semana del embajador Ken Salazar demuestran que, en la relación con Estados Unidos, las consecuencias de la política de abrazos, no balazos ha llegado al límite.
Lo que viene en la Unión Americana con la llegada de Trump a la Casa Blanca el próximo 20 de enero será, en comparación con cualquier cosa que hayamos visto en el pasado inmediato, complejísimo. Todos los nombramientos de Trump en las áreas de seguridad provienen de las alas más duras de su movimiento y todas y todos ellos se han expresado en el pasado, e incluso después de sus designaciones, en términos muy duros respecto a la seguridad, la migración y la relación con México.
Marco Rubio, el próximo secretario de Estado, en su declaración aceptando el cargo, escribió que “bajo el liderazgo del presidente Trump lograremos la paz a través de la fuerza y siempre pondremos los intereses de los estadunidenses y los Estados Unidos por encima de todo lo demás”. No recuerdo otro secretario de Estado que haya declarado, por lo menos desde hace décadas, desde la Guerra Fría, que se logrará “la paz a través de la fuerza”. Y, para Rubio, el expresidente López Obrador “entregó secciones de su país a los cárteles de la droga y es un apologista de la tiranía en Cuba, de un dictador asesino en Nicaragua y de un narcotraficante en Venezuela”. Pero Marco Rubio, comparado con Stephen Miller, el nuevo subdirector de políticas de la Casa Blanca; con Tom Homan, el nuevo zar de la frontera; o Kristi Noem, la gobernadora de Dakota del Sur, designada como nueva secretaria del Homeland Security, es todo un diplomático. Ahora se enojaron con Ken Salazar, pues lo van a extrañar.
Lo cierto es que, en este contexto, se requieren objetivos muy específicos y muy concretos en seguridad. No sería mala idea que, mientras ciertas áreas y funcionarios se encargan de implementar el diseño estratégico, otras en la SSPC, en Defensa y en Marina trabajen exclusivamente en objetivos prioritarios de muy corto plazo. Muchas veces hemos dicho que existe una ventana de oportunidad hasta el 20 de enero y ésta no se ha cerrado, pero lo cierto es que los acontecimientos van a una marcha mucho más veloz que los tiempos institucionales y el equipo de Trump ya ha dicho que, en seguridad y migración, entre otros temas esenciales, quiere comenzar a trabajar desde ya, e incluso adoptar medidas de fondo el mismo 20 de enero.
En este sentido, hay versiones en la Unión Americana de que no será en enero (cuando, además del cambio de administración, se darán las comparecencias de El Mayo Zambada y de Los Chapitos) cuando comiencen a tomarse medidas drásticas, sino en diciembre, dentro de quince días, y que las declaraciones de Salazar, realizadas cuando acababa de desembarcar de un viaje urgente a Washington, son el preámbulo de esas acciones.
Hay prisa por actuar contra la migración y el narcotráfico en Washington, y tiene que haberla en Palacio Nacional, donde quedaron demasiado satisfechos y tranquilos con la llamada que mantuvo la presidenta Sheinbaum con Trump porque fue “cordial”, quizá sin comprender que, en términos de política real, el gobierno federal está recibiendo mensajes que, de cordiales, tienen poco y nada, pero que dejan también un espacio (revisemos la declaración de Salazar) para poder operar sobre ellos si hay rapidez y capacidad inmediata de reacción.