Una animada discusión se está dando en la prensa política a propósito de quién controla la agenda legislativa, por la serie de contradicciones que se han dado entre los líderes de Morena en el Senado y su presidenta Claudia Sheinbaum. Se han dado decisiones legislativas que contradicen las afirmaciones de Sheinbaum, que también ha reconocido que decisiones tomadas por ellos no han sido de su conocimiento. La conversación de los columnistas tiene un gran trasfondo, porque si partimos del hecho de que el cambio de régimen, cuyos cimientos colocó el expresidente Andrés Manuel López Obrador, pasa por el cambio de leyes y está entrando en conflicto con varias posiciones de Sheinbaum, la pregunta es si ella encabeza la misión o va en el cabús de la transformación.
No hay claridad sobre lo que está sucediendo en el Partenón morenista, pero hay indicios de que quien está moviendo las piezas en el tablero de ajedrez es López Obrador, y que el cambio de régimen que propuso desde que inició su extinta presidencia no está pasando por Palacio Nacional.
La operación en el Senado la tiene Adán Augusto López, amigo de López Obrador desde jóvenes, cuando vivió en su casa, quien cuenta con un apoyo discreto de Alejandro Esquer, el escudero del exmandatario, de quien fue secretario particular en la Presidencia. En la Cámara de Diputados tiene el control de la operación Ricardo Monreal, el moreno rebelde que salió dócil y domesticado por López Obrador de una reunión en Palacio Nacional de la cual no se supo qué hablaron, pero de la que emergió redimido y volcado apasionadamente a la causa del expresidente.
Todos ellos fueron colocados en las cámaras estratégicamente por López Obrador, sin cabildearlo con la entonces presidenta electa, pero con órdenes de operar las reformas que propuso para cambiar el régimen. Ejecutaron las instrucciones antes de que dejara la Presidencia y, por lo que se ha visto en los últimos días, también luego de su aparente retiro. No se sabe si López Obrador vive en Palenque, Tlalpan, Copilco o si se encuentra en otro lugar, pero aunque no se ve, se siente.
Lo vimos en los últimos días cuando los senadores resolvieron un entuerto que ellos mismos habían generado por las prisas para que López Obrador promulgara la reforma judicial el 15 de septiembre, y aprobaron efímeramente una enmienda para corregir que la elección libre, directa y secreta de jueces, magistrados y ministros, ya no fuera ni libre y tampoco directa, porque lo que voten los electores iba a ser pasado por un filtro para su ratificación o veto de Morena, con lo cual garantizarían la colonización total del Poder Judicial por los proxys de López Obrador.
Interrogada por esta enmienda, Sheinbaum dijo ayer que su gobierno no había estado de acuerdo con la iniciativa y que pidió que se quitara. Obvio. En los prolegómenos del voto por la reforma en el sexenio de su mentor, aseguró que sería un proceso democrático donde no habría “dados cargados” a favor de Morena, por lo que lo que hicieron sus senadores la dejaba exhibida.
Sheinbaum agregó que desconocía de quién había sido la iniciativa, lo que es muy extraño que sea cierto porque algo tan importante como esta enmienda tendría que habérselo informado su secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, que en este gran escenario de dudas sobre quién está mandando, hay que recordar que fue una imposición de López Obrador no sólo para llevarla al gabinete, sino para colocarla en ese puesto. Pero aun en el caso de que así hubiera sido, ya le debería haber dicho su equipo que la iniciativa fue presentada por el senador veracruzano Manuel Huerta Ladrón de Guevara, que es parte del establo de incondicionales de López Obrador.
El no estar al tanto de lo que hacen los morenos, pero que le impactan, es algo que extrañamente ha sucedido en varias ocasiones en estos días. El martes la ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia, Norma Piña, fue invitada al Senado para tener un diálogo con ella, pero cuando le preguntó la prensa a Sheinbaum sobre este encuentro, dijo que no sabía nada porque no le habían informado los senadores. Como era inconcebible que un evento de esta naturaleza fuera desconocido por ella, se interpretó en los medios que era el principio del restablecimiento del diálogo con el poder moreno. La Presidenta contradijo las opiniones y dijo que ella no se reuniría con la Corte, que para eso estaba facultada la Secretaría de Gobernación.
Pareció un berrinche presidencial. Es cierto que Gobernación tiene la facultad de hacerlo, pero la par de Sheinbaum es Piña, como cabezas ambas de dos de los tres poderes del Estado mexicano. Sus declaraciones contradijeron su actuar republicano cuando tomó posesión como Presidenta y saludó a Piña en la tribuna del Congreso de la Unión, contrastando lo que había hecho poco antes López Obrador, que la ignoró.
Sugerirlo como berrinche puede parecer subjetivo, pero su zigzagueo en cuanto a su comportamiento no lo es. Tampoco lo es la forma como ha estado expresando la discordancia e incomunicación que admite tener con los líderes morenos en las cámaras, lo que no le ayuda pero sí le perjudica, dando pie a la conversación en la prensa política sobre el control de la agenda legislativa. Es interesante, en el contexto de esta falta de sincronía política, la radicalización de su discurso.
Sheinbaum está haciendo cosas que durante la transición dijo que no haría, mostrándose, sobre todo, como una persona radical, sin esconder su ideología dogmática, y abandonando el pragmatismo conciliador que había mostrado para que quien había dudado y desconfiado de López Obrador le diera el beneficio de la duda.
La lucha interna que parece haber entre la Presidenta y el obradorismo está enseñando públicamente sus síntomas, lo que no debería de sorprender tanto, porque lo que está en juego no es sólo el cambio de régimen, que va viento en popa, sino quién será la o el garante de que así sea, porque será quien detente realmente el poder.