Claudia Sheinbaum pronunció ayer su primer discurso como Presidenta con un recorrido épico por la historia de una nación, cuyas culturas originarias le dieron al mundo el cacao y el maíz, que construyó pirámides monumentales y entendieron los astros, así como la vida y la muerte como parte de un cambio constante que animó el espíritu mexicano orgulloso de su pasado. Pero ahí se atoró. La nueva jefa del Estado mexicano se tomó los 44 minutos que duró un discurso que debió haber sido eterno, y que se volvió prescindible, sin nada memorable que recordar salvo la apología a su mentor, Andrés Manuel López Obrador.
Sheinbaum comenzó su mensaje a una nación que quería oírla con interés y curiosidad, medida en los millones de personas que siguieron la toma de posesión a través de los canales de YouTube, con un panegírico a su predecesor. Fueron 402 palabras de miel, que ensalzó una vez más en medio de su mensaje y que concluyó caminando hacia donde se encontraba para agradecerle, abrazarlo y desearle lo mejor. Terminaba un ciclo y comenzaba otro, había dicho al final de sus palabras. Sin embargo, reafirmando las dudas sobre si podrá sacudirse su sombra, mostró que su relación emocional con él es intrínseca.
Nadie esperaba realmente un contenido rupturista. No había razón para pensar en ello. Tampoco había justificación para un deslinde y mostrar autonomía e independencia, como algunos pidieron por meses. Sheinbaum le debe toda su carrera política a López Obrador, con quien comparte ideológicamente su proyecto político. Pero lo que sí se habría esperado de ella era que pintara la ruta hacia el futuro, sustentada programáticamente en lo que se instaló durante los seis últimos años, y que nos dijera dónde veía al país al final de su gobierno. No lo hizo.
El “segundo piso de la cuarta transformación” se ha quedado como una línea continua de lo arrancado por López Obrador, que hace ver más su proyecto como un alto en el camino para cargar combustible que la construcción de un edificio que eleve su dimensión y alcance. Quizá lo único que mostró tener ese tamaño es convertir a Tula, “la ciudad más contaminada del país… en la ciudad más limpia”, que fue una promesa de campaña, mediante el proyecto de economía circular más ambicioso del mundo.
No explicó el concepto, pero se refiere a romper con un patrón lineal que está basado en la producción masiva de productos desechables, nacidos en la globalización, por un nuevo modelo de producción y consumo que elimina el desperdicio y la contaminación, que busca la circulación de los productos a su valor más alto, regenerando al mismo tiempo la naturaleza. Pero esa idea de vanguardia choca con otra parte de su proyecto energético, basado en combustibles fósiles, de conformidad con los postulados de López Obrador.
El proyecto de Tula es lo único que perfiló en su discurso inaugural como algo de avanzada, porque lo demás fue un resumen de sus promesas de campaña, de los sermones diarios de López Obrador y de los 100 compromisos que repitió por la tarde en el Zócalo, que integraron su texto de apertura como Presidenta. El principio, el desarrollo y la conclusión en la arquitectura del mensaje fue como si el equipo del ex vocero presidencial –ahora su coordinador de asesores– Jesús Ramírez Cuevas se lo hubiera escrito. No tuvo la frescura de la nueva generación que la ha acompañado desde su gobierno en la Ciudad de México, ni una visión de país, no rupturista, ni el de una izquierda moderna y de avanzada que sí necesita México. No le habló a la audiencia general sino a los suyos, con lo cual se habló a sí misma y al principal receptor de sus palabras, López Obrador.
Sheinbaum perdió una gran oportunidad para decirle al país, en su primer discurso como Presidenta, a dónde quería llevarlo. Careció de un hilo conductor que emocionara a todos y animara a esa parte de la sociedad llena de heridas por la violencia de López Obrador, que quiere una reconciliación nacional y que la Presidenta escuche a todas y todos sin distinción ni condición. No existió ese tejido, por lo que su reiteración de a dónde pretende llevar al movimiento obradorista –la culminación y consolidación de lo que hizo su jefe político–, sin importar lo que piensa el resto de los mexicanos que disienten del proyecto, no debe ser sorpresa para nadie, ni podrán decirse engañados en el futuro.
La Presidenta fue honesta y congruente. No pretende engañar a nadie y hacerle creer que ella será diferente a lo que ofreció en su vida pública y en la campaña. Se le agradece, aunque pueda ser ruda, como el trato a la presidenta de la Suprema Corte, Norma Piña, sentada junto a ella, a quien le recordó que el voto popular los echará del Poder Judicial, negando que esa acción generará más injusticia y politizará la justicia, como se ha denunciado en México y el mundo.
En su visión no hay un país heterogéneo. Lo que no es homogéneo no cuenta para ella, como se vio al prometer que gobernaría para todas y todos, como lo debe hacer una presidenta, reforzando incluso su dicho en la semiótica –vistió de blanco, sin nada marrón, y aprobó la nueva imagen institucional en el mismo color neutro y limpio–, pero que, al no dar cabida ni en actitud ni en palabra a aquellas ideas que no sean obradoristas, reflejó su intolerancia, al tiempo de ser excluyente por no tender puentes a la oposición para el diálogo, pidiéndole en cambio que reflexionaran con la cabeza fría los logros alcanzados por López Obrador.
El discurso tuvo el diseño de las mañaneras, con verdades, medias verdades, imprecisiones y mentiras, que tuvo un rayo de luz cuando gritó “¡viva México!”, que sumaba a todas y todos, pero que tropezó de nuevo en la oscuridad con la proclama “¡viva la cuarta transformación!”, que con una arenga partidista, no la de una jefa de Estado, cancelaba la inclusión y la sanación política.