Lo serena no quita lo Morena. Pero ayuda. El inicio del gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum indica que hay al menos dibujada una estrategia planeada en el periodo de la transición de julio a septiembre, con ejes definidos. Falta aterrizar financiamientos y alcances, pero no asoma improvisación.

Sin embargo, el ambiente sigue nublado cuando habría todas las condiciones para que estuviera despejado. Hay una reforma judicial decidida pero enfrenta un paro de jueces y afectación a la ciudadanía; hay un programa de obras de infraestructura, que incluye inversión privada, pero los expertos no creen en el futuro. Los pronósticos son a la baja en el crecimiento del país. Hay un mapa político casi monocolor pero los vencedores, ya en el gobierno, asumen una victimización como si fueran una minoría acosada cuando son un gobierno mayoritariamente dominante.

“Se sabía lo que iba a pasar con la mayoría calificada en el Congreso, y pasó. En su momento, la combatí. La salud institucional del país exige sensatez por parte de todos. Es contraproducente desorientar a la sociedad. El contenido de una reforma constitucional NO es impugnable”, escribió en su cuenta de X el jurista Diego Valadés.

Sin embargo, en la Corte y otros ámbitos insisten en frenar lo aprobado por el Congreso. Hay quien sostiene que eso es posible. Frente a eso el gobierno se defiende como víctima y no abre opciones de negociación que, sin alterar la decisión tomada y votada, genere certidumbre no solo sobre los integrantes del Poder Judicial sino a inversionistas extranjeros y nacionales y a ciudadanos de la ruta que implementará la reforma.

Sentarse a conversar no altera ninguna ecuación y sí ayuda a aliviar la penumbra.

¿Qué es lo que impide un encuentro de los jefes de los tres poderes para armonizar, para dialogar, para establecer un piso común? Que dos poderes sometan a un tercero y que la insistencia sea arrodillarlo no es el mejor mensaje de certidumbre. Es la advertencia de que la mayoría es sinónimo de aplanadora, no de guía democrática.

Nada disputa ni altera la mayoría calificada del bloque oficial. Nada disputa la legitimidad política de la Presidenta y su gobierno. Esa tiene que ratificarse con las acciones y cumplimiento de proyectos.

Que desde el asediado Poder Judicial se decida una resistencia con todos los factores alineados en su contra, desgasta las posibilidades de reconformación de una judicatura profesional y que atienda necesidades ciudadanas.

En el 2018, con mejores condiciones para debatir y confrontar, una fracción de la oposición política y grupal apostó por actos de derrocamiento y de implícito desconocimiento del gobierno electo. Su apuesta fue equivocada. El espejismo del 2021, derivado de los efectos demoledores de la pandemia y el desatino gubernamental en las emergencias, solo les llevó a colocar una tranca en el Congreso pero no a ganar la mayoría legislativa, al tiempo que perdían la hegemonía en gobiernos estatales.

No son ahora los mismos márgenes que hace un sexenio. Colgarse solo del clavo ardiente de la reforma judicial (clavo ya colocado) puede asfixiar a la oposición. Las condiciones de diálogo, el ambiente para conversación, el debate abierto sobre la base del reconocimiento de una nueva realidad política son imprescindibles para generar mensajes de confianza al interior y exterior del país. El endurecimiento facilita la discrecionalidad, la opacidad, la corrupción y fortalece las condiciones de acuerdos entre facciones fuera de la institucionalidad que es justo la que hay que fortalecer.

El Poder Judicial actual necesita tiempo y condiciones para procesar una reforma tan radical que le afecta su estructura. Debe entenderlo el gobierno antes de intentar asfixiar a los que resisten.

El mensaje debe darse para asegurar que la reforma tiene asidero, que se fortalecerán instituciones y se cumplirán compromisos internacionales.

Una mesa para el diálogo público no es una capitulación para ninguna de las partes. Un pequeño gesto que puede convertirse en un mensaje poderoso.

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