“Cómo mueren las democracias” de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt avisa que este sistema de convivencia política está muriendo de manera lenta e inexorable, específicamente producto de dos hechos: la desaparición de las instituciones autónomas constitucionales y el debilitamiento de los pesos y contrapesos entre los poderes del Estado. Si uno lee el libro, notará que aunque en ocasiones imperfectos, viciados y/o inmaduros en muchos aspectos, esos dos elementos son fundamentales en la época moderna para contener el autoritarismo. Y es que la autocracia es más connatural al humano en sociedad. Triste augurio, por tanto, de lo que viene en nuestro país.
A la mayoría de los mexicanos les tienen sin cuidado las instituciones y poco les interesa la libertad o la democracia. Es más fácil seguir al líder, hacerlo popular y con ello no preocuparse de ser responsable del destino que este trace para el país.
Gente que, más que ciudadanos, se siente ‘pueblo’ y al hacerlo se vuelve presa de sí misma. Idiosincrasia histórica, supongo…
Hemos ido cambiando de personaje, no de modelo. Salvo honrosas excepciones, durante el siglo XIX hubo debilidad de la gente por los mandatarios que ocuparon durante un buen tiempo la silla presidencial. López de Santa Anna (en seis ocasiones), Benito Juárez (14 años), Porfirio Díaz (30 años) son un atisbo de que la democracia y las decisiones en la horizontalidad y el diálogo no van con México. Después de la Revolución y el “sufragio efectivo no reelección”, los titulares del Ejecutivo federal dejaron de eternizarse (si bien lo intentaron), mas llegamos a una ‘presidencia imperial’ que nos acompañó 70 años.
A esta le puso fin un demócrata (Ernesto Zedillo), aunque poco duró el experimento; exactamente 21 años, pues luego, en menos de un sexenio, los mexicanos retornaron al camino de una sola persona y de un poder absoluto. Sí, en México se buscan hombres que manden; que le quiten a uno la carga de la decisión.
¿Es inmadurez, ignorancia o maldad?
Todo a la vez. Esa es la mentalidad del mexicano, autoritario por naturaleza, lo que por definición es reflejo de inmadurez, de ignorancia y de maldad.
Los demócratas somos los menos. Es falso que la libertad haya echado raíces entre los mexicanos en general. Y para hacer las cosas aún más dramáticas, a la limitada y muy acotada hambre de libertad la aplaca una reforma constitucional como la recién promulgada y una “transformación” al sistema político del calado que estamos viviendo.
Así que, a la vuelta de los años, poco importó la apertura política que ideó Zedillo porque sus reformas electoral (empadronamiento, credencializacion y ciudadanización del IFE) y judicial no vinieron aparejadas con el compromiso y el entendimiento de los mexicanos con los derechos y obligaciones que suponen vivir en democracia y en libertad política. El ex presidente de México 1994-2000 escuchó a SU propia convicción, pero esta no resultó ser la de la mayoría de los mexicanos.
A estos les pareció formidable poder votar y participar del pastel electoral de la política sin asumir las obligaciones cívicas, morales, sociales de lo que significa el respeto al disenso y a las minorías.
Poco importa si las palabras que recién nos dirigió el ex mandatario en la Conferencia Anual de la International Bar Association son catastrofistas o no. Lo cierto es que, mientras no se dé una conversión político/cultural total de la sociedad, no hay mucho que se pueda hacer.
Por lo pronto es demasiado tarde para la democracia que se experimentó durante dos décadas en este país.