No hubo euforia. Fue en realidad la marcha de la incertidumbre, de la desazón:
“¿Bastará?”. “¿Todavía será posible detener esta destrucción?”.
Estudiantes universitarios, trabajadores del poder judicial, ciudadanos, opositores, la barra de abogados, los restos de la “marea rosa” que parecía desactivada luego de los resultados electorales de junio pasado, avanzaron por Paseo de la Reforma, desde el Ángel de la Independencia hasta el edificio del Senado.
Eran decenas de miles.
Ni de lejos, los que llegaron a juntarse en las marchas de noviembre de 2022 y febrero de 2024, que hicieron retumbar el Zócalo y lo llenaron con ríos humanos de la Catedral al Ayuntamiento, del Palacio a los Portales.
Ni de lejos. Pero muchos de ellos tomaron las calles en 1968 y regresaron ayer a Reforma para sumarse al último muro en contra de la reforma del todavía presidente López Obrador, que pretende terminar con la separación de poderes.
Flotaba en la calle, como nunca antes, una conciencia trágica.
Se hablaba, se gritaba, se advertía el fin de la república. Se decía que México había llegado “a una encrucijada histórica”: a un punto del que, en unos días, tal vez no habrá retorno.
A las afueras del Senado era vituperada una manta con las efigies de José Sabino Herrera y Araceli Saucedo, los dos legisladores perredistas que hace unos días, y en medio del escándalo, “se vendieron a Morena” para “darle la mayoría calificada”.
“¡Traidores!, ¡Traidores!”, les gritaban.
Desde un templete en el que un pésimo equipo de sonido no permitía que el mensaje llegara siquiera al Monumento a Cuauhtémoc, y en medio de una gritería ensordecedora, el ministro en retiro José Ramón Cossío llamaba a los senadores a convertirse en “héroes de sí mismos” y no en simples empleados de sus líderes: a mirar “por el bien de todos los mexicanos”.
“Estamos convencidos de que los intentos por modificar a los poderes judiciales de nuestro país, anteponen los intereses de quienes hoy gobiernan, en perjuicio de la convivencia plural de la inmensa mayoría de los mexicanos de hoy y de las generaciones por venir.”, decía Cossío.
“La propuesta de reforma judicial que está en marcha no busca beneficiar a los habitantes de México, se utiliza para centralizar el poder y minimizar los contrapesos a su ejercicio”.
Decía Cossío que el pasado 2 de junio quienes votaron por Morena y sus aliados votaron por nuevas personas y nuevas protestas, “no por la reelección de nadie y menos por la instalación de un nuevo Maximato nacional”.
Dijo Cossío que la vergonzosa decisión de los diputados que dieron luz verde a la reforma busca “que los gobernantes de hoy controlen a los jueces de hoy y de mañana”.
–“¡Así es!”, le contestaban.
En las mantas y cartulinas que a esa ondeaban en Reforma saltaba un número: 43. El número de senadores necesarios para detener la reforma de López Obrador y parar “el país de un solo grupo, de un solo hombre”.
43: el número cabalístico que derrumbó el sexenio de Enrique Peña Nieto y el número que hoy podría evitar el fin de los contrapesos y de los equilibrios.
“Esos 43 serán los responsables de sostener la división de poderes”, decía la vocera del Poder Judicial de la Federación, Patricia Aguayo.
“¡43! ¡43! ¡43! 43!¡43!”.
“¡No están solos, no están solos!”.
“¡Senador, senador, defiende con valor!”, se gritaba.
Fue la media hora climática de la marcha, antes de que la multitud se abriera para formar una valla a las puertas del Senado, en medio de la cual pasaron un puñado de legisladores: el último muro.
“¡No nos traicionen! ¡No nos traicionen!”, se oyó gritar, ensordecedoramente.
“¿Qué necesidad tienen los senadores de incorporarse a una masa en la que no les va a ser posible disentir?… ¿Por qué no han querido sopesar lo que implica cambiar para mal el sistema de justicia del país?”, había preguntado Cossío.
“¿Aún hay tiempo?”, preguntaban en Reforma.
En la histórica avenida se agitaba la marcha de la desazón, de la incertidumbre.