Más que un informe de gobierno, el último ejercicio de rendición de cuentas que le correspondía darle a los mexicanos al presidente López Obrador terminó siendo un mitin partidista con sabor a despedida, donde la autocomplacencia, el autoelogio y los “otros datos”, nos hicieron conocer ese otro México, el de la realidad alterna que sólo vive en la mente del presidente y de los que le siguen ciegamente.
Fue como si, en vez de hablarles a todos los mexicanos —como siempre lo hizo en los seis años de su gobierno—, el Jefe Político y caudillo les hablara solo a los fieles y simpatizantes que lo alababan y lo vitoreaban en el Zócalo capitalino, un evento que más que un acto republicano, fue una concentración política de los que se ensoberbecen y autonombran como “la mayoría del pueblo”.
Porque al final, AMLO termina su sexenio tal y como lo empezó: como un presidente que siempre estuvo en campaña; que nunca dejó de hacer proselitismo político desde la tribuna presidencial, a favor de su partido y en contra de sus opositores y de cualquiera que cuestionara y criticara su gobierno. Un presidente al que, más que preocuparle u ocuparle la seguridad, la salud, la educación, la cultura y el crecimiento económico de los mexicanos, lo que siempre lo ocupó y a lo que dedicó su tiempo, su energía y el dinero de los contribuyentes fue a que su partido, sus candidatas y candidatos, ganara elecciones y posiciones de poder, con el objetivo de consolidar y entronizar a su movimiento político en el poder, con miras a inaugurar un nuevo régimen político de Partido Hegemónico y con poder absoluto.
Por eso, contra su discurso de que no endeudaría más al país, nos deja una deuda pública que creció un 55% y un presupuesto federal prendido de alfileres y con un déficit fiscal de casi 6%. Porque el manejo de los recursos públicos solo estuvo orientado a dos objetivos claramente políticos: construir sus costosas y opacas obras faraónicas y sin estudios técnicos y de viabilidad financiera; y entregar, de manera creciente y universal, las ayudas económicas directas a la población más necesitada, a la que convirtió en sus clientelas políticas y sus bases electorales para hacer ganar, con un claro uso ilegal de los recursos públicos, a los candidatos y candidatas de su partido.
Por eso, lo de ayer no fue un informe sobre el estado real que guarda la República, donde la seguridad y la violencia campean en los estados, los sistemas de salud pública están colapsados y hay inconformidad y protestas por sus reformas que pretenden someter y politizar al Poder Judicial y arrasar con cualquier contrapeso y equilibrio al absolutismo presidencial. En vez de eso, lo que se vio y se oyó en la plaza pública, como supuesto sexto y último informe, terminó siendo la fiesta morenista en la que todos son felices, empoderados y soberbios, y en donde lo más importante no es hablar de los problemas o hacer un balance real de lo que pasa en el país. Lo que realmente importaba ayer en el soleado mediodía del Zócalo era alabar y vitorear al que presume ser “el mejor presidente de México” y lo feliz que está de quien va a sucederlo, tanto que él mismo inició la arenga para que la feligresía morenista la aclamara con gritos de “presidenta, presidenta”. Total, lo que importa es el ego de los gobernantes y no lo que sientan o disientan los mexicanos.