Tras el asesinato de Álvaro Obregón, don Plutarco ideó la creación de un instrumento para controlar al presidente en turno. Diseñó para tal fin el Partido Nacional Revolucionario (PNR), la versátil herramienta de su Maximato.
En primer término, el PNR sería la competencia desleal, pero efectiva, de la Secretaría de Gobernación. Vaciaría de relevancia a ese despacho, brazo operativo del presidente en turno: lo electoral, pasaría por el partido, las cámaras, lo mismo, los gobernadores, igual.
Don Plutarco escondió sus propósitos controladores en la promesa de pasar de depender de un caudillo a regirse por instituciones. Trazó el PNR en el ocaso de su presidencia para no soltar el poder.
Así lo sostiene Tzvi Medin en El minimato presidencial: historia política del maximato. 1928-1935 (Era, 2003).
“La función del PNR -dice Medin- fue la de constituirse, desde el mismo momento de su gestación, en un instrumento de imposición política sobre el presidente, para hacer posible el poder del jefe máximo”.
Y agrega: “La visión de la fundación del PNR como el inicio de la institucionalización política de México debe ser matizada por diferentes causas, entre ellas por el hecho de que constituyó, precisamente, un medio para el anulamiento de la institución presidencial”.
El nuevo partido era un “instrumento de imposición política sobre el presidente y no en manos del presidente”.
Hace casi cien años, don Plutarco sabía para qué era el partido. Si aquello fue la Revolución y hoy se pretende cosa similar, entonces en 2024 hay que repetir ese cuestionamiento, pero dirigido a dos personas: qué quieren Andrés Manuel y Claudia que sea Morena.
Hace un mes, cuando Claudia Sheinbaum recibió su constancia de presidenta electa, en el Teatro Metropolitan pidió públicamente a su partido reflexionar sobre su futura relación.
“Sería pertinente -dijo el 15 de agosto- convocar a un congreso de nuestro partido en septiembre. Pienso yo, es sólo una sugerencia, que se actualicen nuestros documentos básicos, nuestros estatutos y que se pueda trazar una ruta clara que separe el partido y la labor del gobierno en el proceso de transformación”.
Sheinbaum agregó que como presidenta ya no le correspondería referirse al movimiento, “a nuestro partido en particular”, en obvia referencia a que tendría que hablar por todas y todos los mexicanos.
De esa fecha a este fin de semana, cuando se realice el VII Congreso Extraordinario de Morena para renovar dirigencia, quién puede decir que se le haya hecho caso a la presidenta electa en eso de abrir un debate sobre la separación de partido y gobierno.
Veremos si el cónclave del domingo trae sorpresas al respecto, porque todo indica que en el obradorismo no topan la palabra separación: por ejemplo, del partido saltarán sus dos máximos dirigentes al gabinete, y de éste la secretaria de Gobernación a la presidencia de Morena.
Lo planteado por Claudia el 15 de agosto es muy importante. Y sugerente. Hacía una distinción inexistente e impensable en el sexenio de López Obrador, quien, como don Plutarco, sí sabe para qué es el partido.
Tan lo sabe Andrés Manuel –la envidia que le daría al general sonorense si atestiguara tanto control– que pondrá a su hijo en la conducción de Morena. Es decir, como hace un siglo, despachos como el de Bucareli tendrán competencia.
Trascendido el PNR y el maximato, en tiempos tricolores todos sabían que el PRI era del presidente en turno. Y así, igualito, fue con AMLO. En el siguiente sexenio, ¿Morena será de Claudia? Y si le tomaran la palabra sus compañeras(os), ¿qué tanto afectará a su gobierno esa separación?