No se reponía el gobierno de López Obrador de la tremenda pifia cometida por Claudia Sheinbaum y Marcelo Ebrard al responder en redes sociales a una supuesta burla del candidato republicano Donald Trump sobre el coeficiente intelectual del próximo secretario de Economía (la crítica, viralizada en un video editado, y difundida inicialmente por plumas cercanas al obradorismo iba dirigida en realidad contra el presidente Joe Biden), cuando estalló la bomba que ha dejado en un ridículo histórico a la administración de AMLO.
Era la noticia de que dos de los mayores líderes del narcotráfico, El Mayo Zambada, fundador del Cártel de Sinaloa, y Joaquín Guzmán López, hijo del famoso Chapo, se hallaban bajo custodia del gobierno de los Estados Unidos.
A partir de entonces, declaración tras declaración, el ridículo del gobierno no ha hecho sino crecer. Ayer, luego de varios años de desplantes, burlas, negaciones y enfrentamientos con la DEA, entre otras instancias del gobierno estadounidense, López Obrador urgió a aquel país a “hablar con la verdad” y dar a conocer todos los detalles de la captura o la entrega de ambos capos.
Cinco días después de que se reportara que Zambada y Guzmán habían aterrizado en una avioneta en las cercanías de El Paso, y que se hallaban a disposición del gobierno estadounidense, López Obrador seguía afirmando que era necesario saber “a ciencia cierta” lo que tantas horas, tantos días después, su gobierno ignora: dónde y cómo fue que los narcotraficantes sinaloenses llegaron a El Paso.
“Estamos esperando informes del gobierno de Estados Unidos para que no haya especulación”, dijo López Obrador en la “mañanera”.
Porque especulación, recortes de prensa, investigaciones periodísticas e información ansiosamente recogida en redes sociales —todo esto confuso, fragmentario, muchas veces contradictorio— es todo lo que su gobierno ha tenido a la mano.
Captura por parte de agencias estadounidenses, entrega pactada o traición entre narcotraficantes, lo cierto es que el gobierno de AMLO no ha sido informado de absolutamente nada.
López Obrador no quiso ver las señales que del otro lado de la frontera le estaban enviando desde hacía muchos meses: que el tema del fentanilo, traficado por cárteles mexicanos, se había convertido en un asunto de seguridad nacional y que tarde o temprano Estados Unidos iba a actuar en consecuencia.
Llegó a negar que en México se produjera fentanilo. Al fin, hace apenas unos meses, reconoció que esta sustancia sí se producía, “pero poco”.
Mientras tanto, 70 mil estadounidenses morían cada año a consecuencia del tráfico de fentanilo y, como puede constatarse tras una simple revisión en los medios, la idea de la pasividad, la permisividad de AMLO y su gobierno, iba escalando por todos los peldaños del sistema político estadounidense.
El balde de agua fría que cayó sobre el gobierno mexicano tras el aseguramiento de Zambada y Guzmán se hizo patente al día siguiente, en la “mañanera” del viernes, en que una insegura, nerviosa, titubeante secretaria de seguridad pública federal admitió ante la nación que el gobierno no tenía idea alguna de lo sucedido.
De la misma “mañanera” se desprendió que, antes que a la secretaria y que al Presidente –para que el ridículo fuera mayor–, se había informado de lo ocurrido a las cabezas del Ejército y de la Marina –quienes a su vez carecían también de toda información.
El Fiscal General de la República quedó alineado también en la fila de los sorprendidos. Sin respuestas, se limitó a iniciar una “investigación”.
Ha trascendido que el gobierno de AMLO conoció los hechos a través de una llamada telefónica realizada desde la embajada de Estados Unidos en México, y que en las horas que siguieron no hubo más comunicación, sino hasta ya muy avanzada la noche del jueves, cuando circulaban ya los herméticos comunicados del secretario de Justicia, el FBI, la administradora de la DEA y el secretario de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, en todos los cuales el gobierno mexicano fue ignorado.
Durante los días que siguieron, en Palacio Nacional y sus alrededores solo hubo información recogida en redes sociales, y vertida, sobre todo, por periodistas estadounidenses con acceso al gobierno y las agencias de seguridad.
Esa información comenzó apuntando a un trampa en contra del Mayo Zambada para hacerlo abordar una aeronave, y avanzó más tarde hacia la construcción de una historia trepidante, digna de Netflix: la del secuestro del capo mayor del narcotráfico mexicano por parte del hijo del Chapo, a fin de alcanzar un arreglo que beneficiara tanto a Joaquín Guzmán como a su hermano Ovidio.
Hubo también la pifia monumental de hacer públicos los nombres de personas que no tuvieron que ver con la entrega o captura de los capos, y quienes, a pesar de que el gobierno de AMLO puso sus vidas en riesgo, no han recibido de este, ni de ningún otro funcionario, la más mínima disculpa.
Al final, como ha quedado claro, los costos de que Estados Unidos haya echado al gobierno a un lado, en demostración de que se ha perdido toda confianza y como respuesta, tal vez, a las constantes balandronadas del Presidente, tendrán que pagarlos, con cada hora de silencio, la secretaria Rodríguez, próxima secretaria de Gobernación, y el fiscal Gertz Manero, sobre cuyos hombros se ha echado a cuestas el paquete de la investigación.
Como parte de ese control de daños, ha llamado la atención de los analistas el silencio casi absoluto de Claudia Sheinbaum sobre este tema, como si la relación con los vecinos del norte no fuera un asunto que su gobierno tendrá que encarar.
En todo caso, nada cambiará estos hechos: durante al menos cinco días después de la entrega o captura, el gobierno mexicano ha caminado a ciegas, como anuncio de la noche que, con todo respeto, se le viene encima.