Pocos repararon aquella mañana de 1924 en la esquela mortuoria en la que se leía el nombre de Rosario de la Peña y Llerena. Se hallaba en la cuarta plana de EL UNIVERSAL y desaparecía un poco entre una serie de anuncios atractivos: el de un método perfecto para encontrar tesoros ocultos, el de un medicamento milagroso para conciliar el sueño, el que enumeraba las bondades que traía en casos de gripe la aplicación de Bromural, y otro que avisaba dónde encontrar llantas resistentes de la marca Goodrich.
Rosario de la Peña. Era un nombre que solo decía algo a “los viejos de cincuenta a sesenta años”, según un artículo publicado días más tarde en EL UNIVERSAL Ilustrado. Ese nombre “venía a recordarles su juventud lejana”. Porque la esquela aquella, aprisionada en un marco fúnebre, daba cuenta de la muerte de un mito.
La mujer “que parecía inmortal”, la musa a cuyos pies cayeron, derramando flores y versos, los mayores poetas de su tiempo: Ignacio Ramírez, Manuel M. Flores, Guillermo Prieto e incluso el joven Luis G. Urbina. La diosa cruel, de ojos negros y abismales, a la que se culpaba del suicidio en 1873, en pleno ascenso a la gloria literaria, del inigualable poeta Manuel Acuña.
Nunca se había leído un poema con tanta furia, nunca un poema había sido declamado “hasta por cocheros y lavanderas” de México, Centro y Sudamérica, como el que Acuña le dedicó a Rosario de la Peña poco antes de apurar un trago de arsénico.
En 1890, cuando todo mundo la llamaba ya “Rosario la de Acuña”, Luis G. Urbina la visitó en su “casa de dama pobre” en Tacubaya —avenida Morelos 87: una casa “con vestigios de faustos extinguidos”—, y se asomó al álbum que Rosario guardaba bajo siete llaves como una reliquia, y en el que se hallaban —eso dice la leyenda— los versos que todos esos poetas le habían dedicado.
Rosario pasaba entonces de los 40 años, pero seguía conservando una “belleza arrogante” y un “perfil cleopátrico” que no aparece en ninguna de sus fotos (“hay algo en ti que no será nunca retratable”, le escribió Manuel M. Flores: “es ese no sé qué sin el cual la hermosura no tiene vida ni durable encanto”). Aunque comenzaba a marchitarse, su cuerpo era todavía el que describe Marco Antonio Campos: “la viva imagen del deseo” que hacía “que los hombres, al verla, contuvieran la respiración”.
Deslumbrado por su presencia, esa tarde Urbina le dedicó también unos versos de amor sin esperanza.
Con su ritmo hipnótico, el poema de Manuel Acuña (“Nocturno a Rosario”) figura entre los más citados, los más memorizados, los más conocidos de la literatura mexicana. La musa que lo inspiró pasó a formar parte del gran mito trágico del romanticismo mexicano, pero la mujer de carne y hueso fue completamente olvidada. Cuando apareció la noticia de su muerte, muchos se sorprendieron de que en 1924 aquel mito de tiempos de Juárez continuara con vida. Habían pasado 51 años del suicidio del poeta. De acuerdo con una nota de EL UNIVERSAL Ilustrado, a los jóvenes de entonces les había llegado a parecer que Rosario era una invención, “como Ligeia, Annabel Lee y Eleonora”, entre otros personajes imaginados por Poe. “Sentimos la misma impresión que si nos hubiesen dicho: ‘Les presento a Don Quijote’”, escribió uno de los colaboradores de dicho suplemento.
El cronista estelar de EL UNIVERSAL, Fernando Ramírez de Aguilar, que firmaba con el seudónimo de Jacobo Dalevuelta, se trasladó a la vieja “casa de dama pobre” donde Rosario había pasado sus últimos años en un oscuro retiro, “en medio de los dolores crueles de una tragedia moral”. Aunque en las contadas entrevistas que concedió había aclarado que no sostuvo nunca relaciones amorosas con Acuña, la seguían culpando del suicidio y la seguían llamando “Rosario la de Acuña”. Los dos amores reales que tuvo en la vida habían muerto trágicamente: el coronel Juan Espinosa, en un duelo; el poeta Manuel M. Flores, consumido por la sífilis.
Ramírez de Aguilar atravesó el viejo jardín de la casa de Tacubaya, lleno de flores y lleno de abandono. En la humilde estancia, ante la caja blanca que guardaba el cadáver de la musa, recordó que apenas un año antes, en una fiesta a la que había acudido la cantante y actriz argentina Berta Singerman, Rosario había mostrado el famoso álbum, e incluso el manuscrito original del “Nocturno”. Cuando Singerman declamó aquellos versos ante el pequeño y familiar auditorio, “casi todos los presentes lloraron, incluso la ancianita”.
Cuenta Ramírez de Aguilar que, en la sala mortuoria, a un lado de la caja blanca, repitió mentalmente los versos del “Nocturno”, cruzó unas palabras con la hermana de Rosario, Margarita, para recordar la lejana tragedia del 6 de diciembre de 1873, y pudo averiguar que los míticos documentos que habían permanecido guardados durante medio siglo quedarían en manos de Asunción de la Peña, viuda del poeta Enrique Fernández Granados.
Al día siguiente, a las diez de la mañana, un reducido cortejo fúnebre se encaminó al Panteón de Dolores. Lentamente, Rosario volvió a caer en el olvido. De ese día, está por cumplirse un siglo.