Hoy en día, en el corazón de la contienda por la Presidencia se encuentran las encuestas. Herramientas para la investigación de los electorados, para el diseño de las estrategias, de los mensajes, y para medir los resultados de su trabajo, también son utilizadas para impulsar sus narrativas en la arena pública para así estimular, inducir o inhibir a los votantes, además de conseguir recursos por debajo de la mesa. Las encuestas en campañas las contratan los equipos de quienes aspiran a un cargo, políticos a manera individual, empresarios para ver dónde colocar su dinero y medios de comunicación porque les gana impacto y audiencias, trascendencia, influencia y, finalmente, poder.
Las encuestas tienen dos niveles. Uno es el que se realiza con fines estratégicos y se mantienen reservadas, fundamental para la toma de decisiones. El otro es cuando se contrata con fines de difusión pública. En el primer caso, las encuestas son químicamente puras, en el sentido de la aplicación de las metodologías de las casas demoscópicas. En el segundo, la pureza puede tener sus asegunes. Por ejemplo, que es un caso real mexicano, cuando para definir una candidatura el partido entregó la muestra a quienes harían el ejercicio sobre dónde quería que encuestaran, manipulando a priori el resultado de la medición.
Esta perversión es parte del fenómeno de destrucción del instrumento que hemos visto en los últimos años, ante la insana decisión de los partidos de jugar con las mediciones en la opinión pública. En una de las últimas elecciones por una gubernatura, el partido que ganó contrató todas las encuestas que pudo –acreditadas, desacreditadas y de ocasión– para construir la idea de que la victoria de su candidatura era irreversible y, de esa manera, inhibir el voto. Lo que hicieron fue realizar convenios de publicidad con medios y, en lugar de propaganda abierta o disfrazada como gacetillas, les pedían que publicaran las encuestas donde su candidatura arrasaba. Desalentar el voto mientras ese partido aceitaba a sus clientelas para llevarlas a votar es una forma simple y eficaz, aunque costosa, de ganar una elección.
El manoseo de las encuestas por parte de los partidos, que son dueños de los estudios demoscópicos como clientes y con el derecho a decidir si las publican o no, ha trastocado a la industria y le ha quitado a todos credibilidad, aunque algunas de ellas realmente no la tengan o son desconocidas en el mercado. En la actual contienda presidencial, las casas encuestadoras, metidas todas en una sola bolsa sin distinguir experiencia, metodologías o incluso junto a supuestas empresas que nadie conoce, están siendo medidas en su calidad e integridad a partir de los resultados que están produciendo sus mediciones cada mes. Los datos son de locura.
Hay empresas que encuestan solamente a través de plataformas digitales con robots, que marcan empate (Massive Caller) o tienen diferencias de hasta 37 puntos (MetricsMX) a favor de aquella candidata con la que tienen cercanía, o que trabajan para integrantes del cuarto de guerra. Hay encuestas que dan una ventaja de 57 puntos (Gii360) a la candidata oficialista, Claudia Sheinbaum, frente a la de oposición, Xóchitl Gálvez, que no distinguen del resto pese a que la empresa hace lo que se conoce como push-polls, pseudoencuestas que, a través de información falsa, inducen las preguntas para obtener las respuestas que quieren.
En medio de ellas se encuentran las casas encuestadoras con años de experiencia, aunque aun dentro de éstas también hay diferencias notables. Por ejemplo, tomando su última medición, publicada en abril, la diferencia a favor de Sheinbaum fue de 20 puntos entre las reconocidas De las Heras Demotecnia (37%) y GEA-ISA (17%).
Las encuestas que publican los periódicos, que según Roy Campos, de Mitofsky, son las más creíbles por el prestigio que empeñan en cada ejercicio, también tienen diferencias relevantes, como las de EL FINANCIERO, que le dio una ventaja a Sheinbaum de 17 puntos, contra la de Reforma, que se la dio por 24, fuera del margen de error, pero en coincidencia con Buendía&Márquez y El Universal (23%). Mitofsky, en El Economista, con 28.2%, y Covarrubias, en El Heraldo, con 29.1%, se alejaron más de 10 puntos de EL FINANCIERO.
Para entender mejor los porcentajes, habría que tomar en cuenta a cuánto equivale cada punto porcentual en las encuestas. Jorge Buendía, de Buendía&Márquez, dice que si la lista nominal es de 99 millones, cada punto representa 990 mil votos, porque su público objetivo son personas con credencial de elector. Si en la próxima elección presidencial votara 65% de la lista nominal, cada punto porcentual equivaldría a 643 mil 500 votos.
Si tomamos como referencia la votación en 2018, cuando votó 63.42% de la lista nominal, la diferencia de votos en el caso de las empresas que utilizan robots es de 37 millones, que significarían, tomándonos una licencia retórica, 7 millones más de los que obtuvo Andrés Manuel López Obrador. Pero incluso en las de EL FINANCIERO y Reforma, tomando como referencia 2018, hay cuatro y medio millones de votos de diferencia, y entre ocho y 10 millones más si incorporamos al resto de las mediciones publicadas en los periódicos.
En este frenesí de encuestas con resultados tan variados, contrastantes y antagónicos incluso, cada partido ha utilizado la que mejor le conviene para apuntalar su candidatura, añadiendo ingredientes a la confusión y convirtiendo la contienda en una carrera de caballos, donde los que seguro van a perder son los encuestadores. Unos porque los resultados distaron mucho de lo que estaban registrando; otros porque se equivocaron de ganador (como si el ejercicio fuera pronosticar); unos más porque las candidaturas les reclamarán que les dieron información errónea, y muchos porque las fotografías que fueron tomando durante la campaña quedaron lejos de las expectativas del imaginario colectivo.
Pero hay un punto bueno dentro de todo lo malo, muy cínico pero real. Pase lo que pase, nadie pagará por sus errores, abusos y equivocaciones, como hasta hoy ha sucedido.