El presidente López Obrador había dicho que la detención de Abraham Oseguera, Don Rodo, uno de los principales operadores del CJNG y hermano mayor de Nemesio Oseguera, El Mencho, era un tema de “seguridad nacional” y que no se permitiría su liberación. Más allá de que el primer mandatario suele usar lo de seguridad nacional para todo, desde el Tren Maya hasta la situación jurídica de un criminal, lo cierto es que Don Rodo quedó en libertad ayer en la madrugada.
Los intentos que realizó la FGR para mantenerlo detenido fueron infructuosos y como tampoco era reclamado por Estados Unidos, fue dejado en libertad. Incluso envió un mensaje al secretario de Estado, Antony Blinken, relacionado con el informe de la semana pasada sobre la situación de derechos humanos, que denunciaba las presiones del Ejecutivo al Poder Judicial, diciéndole algo así como “y tú defendiendo a los jueces”.
En realidad, la liberación de este personaje no es plenamente atribuible al juez del caso. La liberación del hermano de El Mencho exhibe todo lo que está mal en el sistema de seguridad y de procuración de justicia. La FGR reconoce que lo detuvieron sin orden de cateo porque estando ya localizado, en tres ocasiones un juez de control negó dicha orden. Luego, en la carpeta de investigación presentaron una versión de la detención que no es similar a la que presentaron los militares que realizaron el operativo. La defensa de Don Rodo se basó para pedir la liberación en los testimonios de la policía municipal de Autlán, la ciudad que es el centro de operaciones del CJNG y que trabaja abiertamente con el CJNG. Hasta el presidente municipal participó en la defensa del hermano de El Mencho. Y judicialmente no se tuvo el sustento de pruebas (información de inteligencia había, y mucha) suficiente como para mantener a este personaje clave del CJNG en la cárcel. Falta coordinación, falta un compromiso compartido, falta claridad en la forma y los objetivos, sobre todo a la hora de judicializar los casos. Lo de Don Rodo, siendo un triunfo, terminó convertido en un desastre y en la mejor demostración de por qué no funcionan las cosas en el ámbito de la seguridad.
Pero no se trata sólo de este caso. Parte central del problema es también la politización y el doble discurso del propio gobierno a la hora de aplicar la justicia. Se aprobó una Ley de Amnistía que tendrá inevitablemente que ser revisada en la Suprema Corte, porque tiene como objetivo colocar al Presidente de la República por encima de cualquier instancia judicial o de investigación, ya que le permite liberar a cualquier delincuente, detenido por el delito que sea, en cualquiera de los momentos del proceso, esté ya o no condenado.
El propio Presidente ha explicado que uno de los casos que está promoviendo es el de Israel Vallarta, acusado de seis secuestros y que fue detenido junto con la que era su pareja, Florence Cassez. Vallarta es un peligroso secuestrador, hay testimonios de sus víctimas y pruebas que lo inculpan. ¿Por qué lo quiere liberar el Presidente? Para acusar a Genaro García Luna y a Carlos Loret de Mola y relacionarlos con el operativo en el que fueron detenidos hace 19 años Cassez y Vallarta. El exministro presidente de la SCJN, Arturo Zaldívar, fue quien propuso la liberación de Cassez y ha apoyado la de Vallarta en varias ocasiones sin éxito, porque distintos tribunales una y otra vez lo han considerado culpable. Está en prisión preventiva porque no se ha podido dictar una sentencia definitiva, ya que su defensa ha colocado un amparo tras otro para impedirla a como dé lugar. Y ahora se abre, nuevamente, una oportunidad para dejarlo en libertad.
Quieren convertir a Vallarta en un testigo protegido, como hicieron con Gildardo López Astudillo en el caso Ayotzinapa y con muchos otros. El problema se complica con estos testigos protegidos porque aparecen cuando quieren y diciendo lo que las autoridades quieran. Ahí está el testimonio de Sergio Villarreal, El Grande, uno de los principales líderes del cártel de los Beltrán Leyva, quien ya había declarado en México, cuando fue detenido en 2006, que había entregado millones de dólares a la campaña presidencial de López Obrador del 2006, testimonio que presentó originalmente ante la PGR, luego ante autoridades estadunidenses y que ahora ratifica en un libro de Anabel Hernández.
La verdad es que, como está presentado el testimonio, no es demasiado creíble. Pero es el mismo personaje que en el mismo testimonio dice que le habría entregado tres millones de dólares, en esas mismas fechas, a Genaro García Luna. El presidente López Obrador ha usado una y otra vez el testimonio de El Grande, presentado sin una sola prueba, en contra del exsecretario de seguridad, pero lo rechaza en forma terminante cuando el mismo sujeto lo acusa a él. Si el testigo es bueno en un caso, lo debe ser en el otro. Y en esto el gobierno federal ha caído, una vez más, en su propia trampa. Con un punto que no es menor: con base en esos testimonios, y nada más, sin pruebas documentales, fue con lo que enjuiciaron a García Luna en Estados Unidos. Con esos mismos testimonios podrían enjuiciar el día de mañana al propio mandatario o a gente de su equipo. Ése es el riesgo que se corre cuando se usa judicialmente a testigos protegidos que no sustentan sus declaraciones en pruebas.
Pero vamos con otro caso polémico: el del secuestro del obispo Salvador Rangel. Al momento de escribir estas líneas no hay siquiera una versión verosímil de lo ocurrido. ¿Qué pasó realmente con el obispo secuestrado durante casi dos días en Morelos? La tesis de que fue un secuestro exprés no se sostiene, tampoco el silencio de las autoridades locales y federales. Y llama profundamente la atención otro silencio, el de la Conferencia Episcopal.