El presidente López Obrador con sus reacciones podría lograr lo que no logró el debate del domingo: poner en la mira los casos de corrupción de su gobierno. El lunes había dicho que el debate estuvo requetebién, pero para el martes todo ya se había convertido, una vez más, en una gran conjura. Ayer el Presidente, en una extraña mañanera (¿no son todas extrañas?), cobijado por los gobernadores de Morena, insistió en que en su gobierno no había corrupción y arremetió contra los organizadores del debate, dijo que las preguntas estaban sesgadas en su contra, criticó a moderadores, participantes, a los medios y al INE, y lo que logró es que los temas que no habían sido atendidos en profundidad el domingo se puedan volver a debatir.
Pero en el fondo ese giro político fue una suerte de advertencia a Claudia Sheinbaum a la que implícitamente reprendió por no haberlo defendido en el debate ante las acusaciones que se lanzaron. Claudia, en ese sentido, hizo lo que tenía que hacer: no entrar en temas que sólo podían afectarla. Incluso Xóchitl Gálvez la criticó por no responder a ellos, quizás sin comprender que Claudia no ganaba nada haciéndolo.
Pero el Presidente quería que la candidata del oficialismo convirtiera el debate en una suerte de sucursal de la mañanera, quería que lo defendiera a él, a su administración, a Dos Bocas, a Segalmex, al Tren Maya, a sus hijos y a sus socios. Lo notable es que esos temas no terminaron de lograr ser impuestos por Xóchitl, fueron ignorados por Claudia quien, me imagino, pensó que lo suyo es el futuro, no el pasado, y resucitados por el Presidente en el posdebate. Lo reflejó la mañanera de ayer, lo afirmaron sus cercanos y lo expuso la Rayuela de La Jornada del lunes, la crítica presidencial era para Claudia.
Escribía ayer Salvador García Soto que “el problema es que, en la susceptibilidad presidencial, que se agudiza conforme se acerca el fin de sexenio, la actitud de Claudia en el debate, de tomar distancia de las críticas al gobierno federal, fue interpretada como el principio de un desmarque que podría venir el 3 de junio”. Y tiene razón. En algún momento Claudia tiene que poner un poco de distancia con la actual administración. Si sólo se percibe su candidatura como un segundo piso de la transformación, eso tarde o temprano se acaba: nadie puede gobernar siguiendo una línea de continuismo absoluta. Eso se llama maximato y ya lo vivimos hace un siglo.
Claudia recibió el mensaje y ayer mismo dijo que “defendió a la 4T con el corazón y el alma”. Pero este episodio, que tendría que ser menor, exhibe la dimensión del problema al que se enfrentará Claudia si gana las elecciones de junio. Eso de que el Presidente se retirará a su rancho en Palenque y que deja la política es un decir. López Obrador no aceptara que se descalifique o minimice nada de lo hecho, mucho menos que se investiguen casos de corrupción. Y eso lo van a usar los radicales de Morena para mantener su presencia.
Claudia dijo en el debate que si había pruebas de casos de corrupción, que se presenten denuncias. Me asombró que Xóchitl no las tuviera preparadas para el debate, existen y muchas, periodísticas y judiciales, por lo menos para iniciar investigaciones: desde el evidente sobrecosto de Dos Bocas hasta la falta de resultados en la investigación de Segalmex, desde las denuncias hasta los videos y llamadas telefónicas que exhiben esos casos. Y el formato del debate sin duda fue malo, pero no lo justifica.
Lo cierto es que a Claudia, que había navegado bien el debate, se le complicó un frente que es, para ella, el más delicado: el interno, marcado por la creciente susceptibilidad presidencial y el peso en torno al mandatario de los personajes más radicales de la 4T. Los mismos personajes y las mismas razones que boicotearon la candidatura de Omar García Harfuch, a quien impulsaba Sheinbaum, que coparon las listas de diputados y senadores plurinominales con personajes lejanos a Sheinbaum y que impulsaron en muchas alcaldías de la Ciudad de México a personajes que resultarán intransitables. Sobre aviso no hay engaño.
Lo sucedido con la toma de la embajada de México en Quito es un hecho inadmisible, pero que sí tiene antecedentes. El 13 de febrero de 1981, unos 30 cubanos entraron a la embajada de Ecuador en La Habana y tomaron de rehén al embajador, Jorge Pérez Concha, al consejero Francisco Proaño, y a otros dos empleados de la sede con el objetivo de conseguir asilo político. Días después, el 21 de febrero, las fuerzas especiales del gobierno cubano, con la presencia en el lugar del propio Fidel Castro, tomaron la embajada y detuvieron a los solicitantes de asilo.
El gobierno de Cuba sostuvo que tenía autorización de Ecuador para ingresar, pero el presidente Jaime Roldós lo negó en forma terminante: “Ecuador no autorizó ni podía autorizar jamás que la sede de su embajada haya sido objeto de tal acción”, y calificó de “intolerable” el asalto. Tendría que haberlo recordado Daniel Noboa. No se rompieron relaciones, pero se congelaron durante años. Ya en los años 60 se había producido un incidente similar en la misma embajada ecuatoriana en La Habana.
Otro hecho terrible se dio el 31 de enero de 1980, en Guatemala, cuando un grupo de campesinos ingresó a la embajada de España en esa ciudad. Las fuerzas de seguridad de Guatemala, dirigidas por el general Fernando Romeo Lucas García, ingresaron sin autorización a la embajada y los enfrentamientos terminaron con un incendio que dejó de 38 muertos, entre ellos siete funcionarios españoles. España rompió relaciones diplomáticas con Guatemala hasta 1984.