A unas horas del segundo debate de los candidatos presidenciales, el final del sexenio agudiza sus peores tendencias. El presidente López Obrador impone a pocos meses de dejar el poder reformas que tarde o temprano se toparan con su inconstitucionalidad, pero que, por lo pronto, le permiten seguir en campaña en el final de su mandato. Por la otra, la violencia (incluyendo su vertiente política) crece en la medida en que se acerca el 2 de junio.
Las reformas a las pensiones, la Ley de amparo y la Ley de amnistía están relacionadas con la narrativa que intenta imponernos el Presidente. La reforma de pensiones no sólo implica una expropiación de recursos privados para uso discrecional del gobierno federal, para la creación de un Fondo de Bienestar que será imposible de operar como se propone el gobierno con los recursos destinados a él, sirve también para que el Presidente, este 1° de mayo, pueda decir que se tendrá una suerte de pensión universal con la que todo mundo se jubilará con el equivalente a su último salario.
No será verdad: el salario máximo será de 16 mil 800 pesos, se pagará si los recursos de ese fondo lo permiten y salvo una inversión enorme del propio Estado en él, no alcanzarán los recursos. La salida, ya en el próximo sexenio, será implementar lo que quiso hacer el Presidente ahora, pero no tenía los votos para ello: pasar los recursos de las afores al Estado y, como era en el pasado, desde ahí manejar las pensiones. Un camino al desastre financiero.
La Ley de amnistía tiene dos objetivos: por una parte el declarado, que criminales que estén detenidos se conviertan en colaboradores para hacer detonar casos que el gobierno no ha podido hacer avanzar por falta de pruebas o porque están evidentemente politizados. El caso Israel Vallarta es transparente en ese sentido: ante el serio riesgo de que el caso García Luna se caiga en Nueva York lo necesitan como testigo colaborador para inculpar al exsecretario de Seguridad Pública y, de paso, molestar judicialmente a Carlos Loret de Mola. Que Vallarta sea responsable de muchos otros secuestros, que haya pruebas en su contra, que haya víctimas que lo identifiquen no importa. Vallarta, por cierto, no está condenado porque su defensa se ha dedicado a meter amparo tras amparo, tratando de llegar sin sentencia a esta decisión política, una libertad que los jueces han negado una y otra vez.
El otro objetivo de la amnistía es evidente: proteger a los suyos de cualquier denuncia, investigación y condena, ante la lluvia de acusaciones que vendrán en el futuro inmediato. La reforma coloca al Poder Ejecutivo por encima de cualquier instancia judicial.
Con todo, el mecanismo puede fallar. Por ejemplo, a la FGR se le escapó su testigo protegido privilegiado, Gildardo López Astudillo, El Gil, el jefe de sicarios de los Guerreros Unidos que participó directamente en el secuestro y la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa y que, a cambio de su libertad, se convirtió en acusador, aunque no haya podido exhibir una sola prueba más allá de sus dichos.
Fue “el logro” de Alejandro Encinas y Omar Gómez Trejo para tratar de demostrar que el de Iguala había sido un crimen de Estado. López Astudillo desde el 10 de abril está ilocalizable.
Las reformas a la Ley de amparo chocarán de frente con la Suprema Corte y el objetivo es que nadie se pueda amparar ante obras o determinaciones del Ejecutivo. Una limitación seria a los derechos y otra vez una ampliación incomprensible en una democracia de las atribuciones y poderes presidenciales.
No son todas las reformas que el Presidente quería imponer y que anunció el 5 de febrero, pero son tres importantes para su fin de sexenio. Pero mientras la atención del poder está puesta en estos temas, la inseguridad y la violencia son cada vez mayores. Se suceden los asesinatos, vivimos las semanas más violentas del año, y políticos y aspirantes aparecen muertos o son atacados en varios estados del país: en Puerto Vallarta, Tlalnepantla, Morelos, en Jalisco; renuncian a sus candidaturas por amenazas lo mismo en Nuevo León que en Zacatecas o Chiapas. Se recrudecen las denuncias de relaciones de hombres y mujeres del poder con el crimen organizado. El escenario de la inseguridad es francamente delicado y la respuesta oficial parece ignorarlo sistemáticamente.
Son pocos los que asumen compromisos como el secretario de Seguridad del Estado de México, Andrés Andrade, de establecer verdaderos mecanismos que protejan a los candidatos en la entidad, que tiene zonas muy complejas en ese ámbito. Ése es el camino, pero la mayoría de los estados y el gobierno federal están en otra lógica.
Lo cierto es que ese ámbito de inseguridad puede terminar de desestabilizar el proceso a menos de 40 días de las elecciones. Lo ocurrido días atrás con Claudia Sheinbaum en Motozintla, Chiapas, cuando fue retenida por un grupo de encapuchados presuntamente armados, debería haber encendido las alertas rojas y aparentemente no pasó nada. El ataque, la provocación, lo que sea que haya sido esa retención, fue subestimada en el plano público, pero demuestra lo vulnerable que ha quedado nuestro sistema político ante los grupos criminales.
Y en el colmo, la fiscalía no puede acreditar las acusaciones contra Don Rodo, Abraham Oseguera, hermano mayor de El Mencho y un juez ordena dejarlo en libertad. Así o más empoderados los criminales.