Alguien ha dejado una cruz roja en esta esquina polvorienta, junto al asfalto. Es de un rojo brillante, parece recién pintada. No hay flores, ningún mensaje. Solo la cruz. El policía Javier la ilumina, silencioso, con su linterna. Es de noche. Sopla algo de viento. “Ahí quedó uno de ellos”, dice. Los demás, añade, trataron de huir por un camino de tierra que sale de la carretera y se interna en las calles de Pelavacas, una de las comunidades de Celaya. Javier camina ahora por él. Ilumina de acá para allá, ocioso. No busca nada en particular. Solo es algo que hacer mientras la noche avanza.
El caído y los demás son parte del grupo de criminales que se enfrentaron a balazos con policías municipales, el 1 de febrero, en Pelavacas. Tres de ellos murieron, igual que dos policías. Era el último ataque contra integrantes de la corporación de una lista muy larga. Luego hubo más. En el último año natural, al menos 22 policías de Celaya, una de las ciudades más importantes de Guanajuato, en el centro de México, han muerto asesinados. No existe una situación parecida en ninguna otra ciudad del país, ninguna guerra tan evidente como la que se vive aquí.
La pregunta es por qué. Por qué en Celaya sí y en León, Irapuato o Salamanca, no. O no con esa fijación. Guanajuato sufre desde hace años una crisis de violencia brutal, con miles de asesinatos, desaparecidos, masacres… Solo en diciembre, Celaya y su zona metropolitana registraron dos de las peores matanzas de los últimos tiempos, el asesinato de 11 jóvenes en una fiesta, y el de otros seis, días antes, que aparecieron tiroteados junto a la universidad. Los grupos criminales han empleado tácticas agresivas para evitar a la autoridad, como bloquear carreteras con carros ardiendo o arrojar hierros puntiagudos al asfalto. Pero lo de Celaya es distinto: no se trata de evadir, sino de eliminar.
Criminales han atacado a policías aquí mientras trabajan y en días de descanso. Lo han hecho en grupo y cuando van solos. A tiros y a granadazos. No les ha importado que estén con sus familias, como la agente que murió a balazos junto a su hija, el mes pasado, una mañana de camino a la escuela. También ha ocurrido medio de casualidad —casualidades de un contexto bélico— como aquel 1 de febrero en Pelavacas. Los agentes daban un rondín por su sector, cuando toparon con una camioneta que les pareció sospechosa. La empezaron a seguir y, en la persecución, acabaron emboscados.
“Era como la una de la tarde”, explica Javier, nombre ficticio que él ha elegido por seguridad. “Iban cuatro compañeros en la patrulla, dos en la cabina y dos en la torre”, explica. “Los de la torre portaban fusiles e iban de pie en la batea”, sigue Javier. “En la persecución, no se dieron cuenta, pero al menos dos de ellos se bajaron del carro y se parapetaron aquí”, dice, señalando la cruz roja y un árbol cercano.
Los criminales preparaban su emboscada. Aguardaron apenas unos segundos y, cuando llegó la patrulla, empezaron a disparar. “Le dieron al piloto de la patrulla, que se estrelló contra un poste de la luz. El copiloto bajó y trató de refugiarse en la parte trasera, pero en el cambio le dieron”, continúa el agente. Los dos policías de la torre bajaron con sus fusiles y persiguieron a los sicarios. En algún momento le dieron al que estaba donde yace ahora la cruz roja. Metros más adelante, alcanzaron a dos más, que cayeron heridos y morirían más tarde. El resto de la cuadrilla criminal condujo su camioneta hasta el final del camino. Luego la abandonaron y salieron corriendo.
A final del camino, encima del suelo polvoriento, pequeños cerros de vidrio completan la historia del policía Javier esta noche. Son los trozos de cristal de las ventanillas de la camioneta de los atacantes. Un compañero de Javier, robusto como el tronco de un sauce, ilumina los campos de alrededor, la nave que yace junto a los vidrios. Dice que, ahora, los policías municipales de Celaya ya no salen patrulla por patrulla. Siempre van de dos en dos. “Realmente, aquí es la guerra, una guerra contra un ejército experto en guerrilla”, murmura, como si no dijera nada importante.
Santa Rosa
A las afueras de Celaya, en un predio sin distintivo alguno, funciona el Gran Hermano local, el centro de control de la red pública de cámaras de seguridad, conocido también como C-4. Jesús Rivera, jefe de policía de la ciudad desde octubre de 2021, dice que, actualmente, alrededor de 1.500 cámaras vigilan las calles del municipio, que cuenta alrededor de medio millón de habitantes. “Es uno de los cambios que hemos hecho aquí”, defiende. “No teníamos una coordinación entre análisis, planeación y operación en la calle. Y ahora dirigimos y mejoramos la operación desde aquí”, añade.
Expolicía federal, agente de carrera, Rivera se graduó a mediados de la década de 1990 y atestiguo todos los cambios que los sucesivos Gobiernos de México implementaron en la corporación, de la Policía Federal de Caminos, a la preventiva, luego a la federal a secas y, por último, a la Guardia Nacional, invento de Andrés Manuel López Obrador. En 2021, pidió una licencia y vino a Celaya, que conocía de su última misión en la federal, cuando coordinó a la corporación en Guanajuato. Habla mucho, Rivera. Se le caen las ideas de los bolsillos. Y repite una, como mantra: “La seguridad no es una cuestión ideológica, sino técnica”.
El jefe apunta un motivo de por qué aquí ocurre lo que ocurre, por qué sus policías, muchos exfederales como él —el 70% de alrededor de 1.000, asegura— sufren la embestida del crimen. “Celaya es el origen del grupo criminal local. De aquí se nutren financieramente: robo de vehículos, bancos, carga, drogas, todo”, explica. “Y nosotros los hemos debilitado de manera sustancial”, añade. Rivera no dice su nombre, pero se refiere al Cartel Santa Rosa de Lima, organización delictiva regional, nutrida al calor del robo de combustible, el famoso huachicol. Rivera habla de detenciones importantes, represalias, decomisos…
La casi veintena de años que el país ha vivido a merced de las guerras contra el crimen muestran que la realidad suele ser más compleja. En México, la delincuencia organizada existe a merced de su relación con las autoridades, cambiante en su jerarquía, su fluidez y dirección. El propio Rivera señala que desde que llegó, al menos 300 agentes han salido de la corporación, la mitad obligados por él y su equipo, por presuntas corruptelas. “Teníamos muchos problemas de corrupción y no estamos exentos de ellos: filtraciones, omisiones, acciones indebidas”, lamenta.
Los resultados avalan parte de su hipótesis. El Instituto Nacional de Estadística muestra un decremento extraordinario de asesinatos en la ciudad de 2021 a 2022, alrededor de 1.000. Aunque el instituto no ha dado datos de 2023, el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, que comparte su estadística con mayor rapidez, muestra un nuevo descenso en Guanajuato para el año pasado. Rivera señala igualmente que, desde 2021, han bajado casi 90% el robo de vehículos y han acabado con el robo a bancos. El Observatorio Ciudadano de Celaya señala, sin embargo, que la extorsión y el robo a negocios sigue siendo muy alto.
De fuera
“Ha habido semanas en que era ataque por día”, dice la agente Sofía, junto a las pantallas de operación del C-4. Y no le falta razón. Con el caso de Pelavacas, enero y febrero han sido especialmente dolorosos. En apenas dos meses han sido asesinados 10 agentes. Sofía, nombre ficticio, recuerda el caso del 25 de enero, cuando criminales emboscaron y asesinaron a cuatro agentes de una tacada, no muy lejos de aquí, en Rincón Tamayo, la comunidad más grande del sur de la ciudad.
“Los compañeros pidieron apoyo por radio una vez, pero ya no hablaron más. Ahí supimos a qué célula operativa pertenecían, pero no quiénes eran o dónde estaban”. Desde el módulo de operación en el que despacha Sofía, los agentes a cargo aquel día tardaron cuatro minutos en ubicar la patrulla emboscada: era la única de todas las que andaban en Celaya que había dejado de moverse. Poco después, otras patrullas llegaron y vieron la de sus compañeros, chocada. Todos habían muerto.
El ataque se entiende como el pico de una batalla que viene de largo. El jefe Rivera data el inicio de las hostilidades en finales de 2022. No es que antes las cosas hubieran estado tranquilas. En agosto, criminales habían asesinado al hijo del alcalde en la ciudad, cuando salía de una farmacia. Muchos en Celaya entendieron aquello como un desafío del crimen. Rivera prefiere no decir si el ataque tenía que ver con su labor. Tampoco lo descarta. Pero en noviembre, las cosas cambiaron.
En el mismo lugar donde 14 meses más tarde mataron a cuatro policías, Rincón Tamayo, criminales emboscaron a un grupo de agentes que habían parado a tomar café, a primera hora de la mañana. Al menos uno murió. “Ese mismo día”, dice Rivera, “ellos manifiestan alianzas con otros grupos en redes sociales”. El jefe se refiere a un presunto acuerdo de los de Santa Rosa de Lima, con el grupo Escorpión del Cartel del Golfo, que funciona en Matamoros (Tamaulipas).
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