El presidente dicharachero está viviendo al compás del mencionado refrán. Lo digo porque ayer, en plena mañanera, soltó lo siguiente: “¿Van a dar un golpe de Estado técnico? ¿Van a hacer un fraude electoral desde el Poder Judicial?”
No les voy a mentir: a los periodistas, prácticamente sin excepción, las líneas editoriales de los medios de comunicación han pedido seamos cautos al usar los términos ‘golpe’, ‘fraude’, particularmente cuando se refiera uno a las intenciones de Andrés Manuel. Yo misma he tratado de ser prudente todos estos años, pero es el mismo presidente quien ha puesto de manifiesto sus pretensiones. Ya no hay duda.
Lo que hace el mandatario es curarse en salud (de paso, como ya es costumbre, deja ver que su candidata le tiene sin cuidado). Andrés Manuel es perverso y es un cínico. No solo siembra la duda, entra en un terreno que pone en riesgo las elecciones del país y de paso vulnera a las instituciones que velan por la decisiones políticas de todos los ciudadanos.
Seamos claros: su bravata le sirve para, en caso necesario, desconocer el proceso electoral y los resultados comiciales. No el Poder Judicial, no el INE, no el TEPJF; él quien los desconozca y él quien se aferre al poder.
En esta trama, como todas las contadas por López Obrador, se quiere hacer pasar por víctima; todo para ocultar que quien está violentando la ley, incumpliendo con sus obligaciones como presidente de la República y siendo el victimario es él.
López Obrador acusa al Poder Judicial de que le prohíba hablar sobre todo asunto proselitista en pleno proceso electoral y de que dicho poder esté elaborando un listado de las posibles faltas —producto de la actuación del jefe del Ejecutivo federal— que influirán en la calificación de los comicios. Hipócritamente se queja de muchas limitaciones a las que debe atenerse pero que él y quienes hoy conforman su grupo político impulsaron desde bastante antes del 2018 para maniatar a los presidentes en turno.
Yo soy de los que están convencidos que, mientras esté escrita y vigente, ‘la ley sí es la ley’. Ya sea que se trate del presidente o de un simple mortal, la ley hay que acatarla; nada de erigirse como víctima.
La norma cuida la equidad en la contienda y, con base en ellas, las libertades de López Obrador (y las del resto de los funcionarios y representantes populares), como autoridades que son, terminan exactamente donde comienzan las de todos los otros mexicanos.
Y allí reside el meollo del asunto: a Andrés Manuel le tienen sin cuidado los derechos y las garantías de la población.
Al de Palacio Nacional solo le importa su la voluntad, pero mismo así se da el lujo de llamar “hipócritas”, acusar de guerra sucia, a quienes firmaron el Compromiso Nacional por la Paz. López Obrador sostiene que no está de acuerdo con la visión sobre inseguridad y violencia que señala la Conferencia del Episcopado Mexicano. “No estoy de acuerdo en que se quiera crear un ambiente que no existe”, dice.
¡Ya basta!, hay que decirle. Nadie quiere crear nada. Más de 180,000 muertos y más de 150,000 desaparecidos en su sexenio es una violencia que existe y que atestiguamos todos los días.
La actitud de López Obrador no es de alguien que se siente herido, ni siquiera de quien tiene temor a que su candidata pierda las elecciones. Es de una persona que busca dar un autogolpe de Estado.
A quiénes López Obrador llama adversarios son individuos que, para fines político-electorales, tienen derechos mucho más amplios que él.
Cabe, entonces, la pregunta: ¿qué vamos a hacer los ciudadanos con nuestros derechos?
López Obrador es una desgracia para la democracia mexicana; el cínico e hipócrita de esta historia.